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El conocimiento como invención y la muerte de Dios como la muerte del mundo-verdadero

  • Luis Manuel Segura Román
  • 22 feb 2018
  • 8 Min. de lectura

“La idea del «mundo-verdadero» o de «Dios» como absoluto suprasensible” abunda en la filosofía occidental que no llegó a toparse con Nietzsche. Es el presupuesto de un mundo en-sí que está ahí siempre, subyacentemente, como ser formado, ordenado e igual a sí mismo y que, por tanto, al conocimiento simplemente le correspondería hallar para edificarse sobre él como verdadero. Es un prejuicio que no se da cuenta de que “mide el mundo con arreglo a las dimensiones creadas por él mismo: a sus ficciones fundamentales”, y al no darse cuenta niega la vida como creación, como invención de la voluntad de poder.

Para Nietzsche el mundo no es un orden último que funda todo lo demás. “Por el contrario, caos es el carácter total del mundo por toda la eternidad; no en el sentido de una ausencia de necesidad, sino de una ausencia de orden, de articulación, de forma, de belleza,

de sabiduría, y como sea que se llamen todas nuestras humanas consideraciones estéticas”. La naturaleza del mundo, su physis no aspira a imitarnos ni se rige por las leyes de un orden propio, pues no hay en ella nadie que mande ni que obedezca y, por tanto, tampoco nadie que transgreda. Hay necesidad en el mundo, pero no orden: su necesidad es caótica.

Dada la naturaleza caótica del mundo, todo orden no es otra cosa que un esfuerzo por domesticarlo, una violencia contra él. Pero un mundo completamente caótico no es cognoscible, para conocerlo “es preciso que dé la impresión de algo dispuesto, «reconocible». […] Por tanto, el infinito y el caos de las impresiones sensoriales son, en cierto modo, logificados”. Sólo podemos conocer lo que podemos inventar, como el pintor realista que sólo pinta del mundo precisamente lo que puede pintar. La invención imaginaria del orden hace posible todo conocimiento, por lo cual éste último es totalmente condicionado por nuestra capacidad y necesidad de inventarlo. “El mundo imaginario del sujeto, de la sustancia, de la razón, etc., resulta necesario. Existe en nosotros una facultad ordenadora, simplificadora, que falsea y separa artificialmente. «Verdad» es la voluntad de hacerse dueño de la multiplicidad de las sensaciones”.

Nuestra facultad ordenadora, que abre la posibilidad de todo conocimiento, es la voluntad de poder. El conocimiento no es la transparencia de un mundo dado en sí, sino un producto del quantum de fuerza de una voluntad de poder reguladora y simplificadora que convierte en unidad ordenada una complejidad múltiple y caótica. El mundo cognoscible, ordenado, es un efecto de estas acciones. Mientras más fuerza tenga la voluntad de poder, será más capaz de respaldarse a sí misma y, por tanto, al conocimiento que de ella resulta.

Así, “la fuerza del conocimiento no reside en su grado de verdad, sino en su antigüedad, en su hacerse cuerpo, en su carácter de condición para la vida”. En el conocimiento, el objeto es también un modo del sujeto, un efecto de su voluntad de poder que objetiva el mundo. La voluntad de poder es entonces, “no un imperativo, no algo para el conocimiento de la verdad, sino para fijar y acomodar un mundo «que nosotros debemos llamar verdadero»”. Lo verdadero del mundo no es un plano externo y subyacente a las operaciones de la voluntad de poder sino, precisamente, una resultante suya, una imagen que ella produce, una imagen nuestra.

Nuestros conocimientos no son fieles adecuaciones de la conciencia a la realidad, sino justamente la invención y asimilación del propio concepto de realidad. Conocer es inventar, y lo hacemos a partir de esquemas que nosotros mismos creamos a partir de nosotros mismos. “El mundo se nos presenta como algo lógico, porque fuimos nosotros quienes empezamos previamente a logificarlo”. Nuestro conocimiento es “nuestra relación humana con las cosas”.

El conocimiento no puede entonces hacer las veces de espejo del mundo porque: 1) el mundo no está plenamente dado de antemano sino que es efecto de la multiplicidad de fuerzas caóticas, de voluntades de poder que inventan el conocimiento, por lo que el mundo es también un efecto del conocimiento mismo; 2) porque el mundo carece de forma alguna que pueda ser fielmente reflejada.

Conocemos la logificación que hacemos del mundo, no al mundo, porque su naturaleza caótica es puro devenir (no como el paso de algo definido a otra cosa también definida, sino como perpetuo movimiento de una multiplicidad de fuerzas sin forma), y en algo así el conocimiento es imposible. “Un mundo en devenir no se podría inteligir en el sentido estricto de la palabra; solamente en cuanto la inteligencia que comprende y que conoce encuentra un mundo previamente creado por un procedimiento grosero, constituido de meras apariencias; solo en tanto este género de apariencias remansa la vida, hay algo como conocimiento”. Las apariencias son constitutivas del conocimiento y, “si admitimos que todo es devenir, el conocimiento solo es posible en virtud de la creencia en el ser”.

Inventamos la apariencia del ser para tener algo que conocer, para abrazar lo calculable y determinable. Esta apariencia tiene que inventar la plena presencia de las identidades constantes de los seres. “De ninguna manera podría entenderse el conocimiento si antes el pensamiento no hubiera transformado el mundo en cosas iguales a ellas mismas”. El conocimiento requiere falsificar la naturaleza del mundo con la ilusión de la estabilidad del ser como lo intocado e intocable por el devenir, y esa ilusión “debe producir el efecto de que es verdad”. El ser se convirtió en prejuicio, en un presupuesto de nuestra propia óptica y de nuestra propia lógica. “Más aún: aquellas proposiciones se convirtieron incluso, dentro del conocimiento, en las normas según las cuales se medía lo «verdadero» y lo «no verdadero»”.

El mundo-verdadero del ser es una abstracción imaginaria que hace la voluntad de poder para simplificar la naturaleza caótica del mundo de relaciones, a su imagen y semejanza. El ser es una añadidura metafísica que intenta fijar y simplificar la naturaleza del mundo como devenir bajo la ficción reguladora de una forma estable, duradera. Sin embargo “suele cometerse el error de reemplazar una ficción por una falsa realidad”. El invento se quiere presentar sin invención y, por tanto, sin inventor, y “toma así la apariencia de la realidad”.

El mundo-verdadero es un invento de la voluntad de poder en el cual “todo lo real se disuelve en apariencia, y detrás de ésta se manifiesta la unitaria naturaleza de la voluntad”. Así es como el mundo verdadero acabó convirtiéndose en una fábula. Sin embargo la apariencia para Nietzsche, a diferencia de Platón,

no es lo opuesto a una esencia cualquiera -¡qué puedo decir acerca de una esencia cualquiera, sino que sólo es cabalmente el predicado de su apariencia! ¡En verdad no es una máscara muerta que se pueda colocar a una X desconocida y que también pueda quitársele! La apariencia es para mí lo que actúa y lo viviente mismo, yendo tan lejos en su burla de sí misma como para hacerme sentir que aquí no hay más que apariencia […] y que en esa medida forma parte de los maestros de ceremonia de la existencia.

La realidad es una invención humana, una apariencia que nunca es plenamente real porque la apariencia es constitutiva de ella. “Lo que conocemos por «apariencia» pertenece también a la realidad”. Hay apariencia en la realidad y hay realidad en la apariencia. Es por ello que

de la imposibilidad de la omnisciencia y el conocimiento de algo como el mundo-verdad, no se sigue la imposibilidad de conocer en general; de hecho, conocemos: apariencias.

No hay un mundo-verdadero ordenado subyacente al caos de las apariencias y el devenir. Es cierto, “hemos perfeccionado la imagen del devenir, pero no hemos llegado ni más allá ni por detrás de esa imagen”. El mundo-verdadero es una invención metafísica de la voluntad de poder que quiere designar la esencia-verdadera de las cosas y que, además, aparenta abarcarla.

El mundo-verdadero niega al mundo como invención viva porque cree en él como un fósil inerte que simplemente debe ser desenterrado, encontrado, y en el cual podamos confiar en tanto que permanece idéntico a sí mismo. Esta fe “es expresión de un espíritu deprimido lleno de desconfianza y experiencias nocivas”. Dejamos de crear porque creemos que el mundo ya está ahí, como cadavérico, con un olor a sepultura. No queremos crearlo sino conservarlo, hacer de su supuesto orden algo inmortal, un Dios. Pero al querer inmortalizarlo lo momificamos como ser, como algo más bien muerto, negador de la vida. El pleno orden del mundo-verdadero, la completa domesticación del caos, la absoluta detención del devenir, serían una perezosa conclusión de vida.

Si la naturaleza de la vida es caótica, devenir y no ser-verdadero, "la vida se habría puesto de parte de la apariencia". Dios, como voluntad humana de verdad, como manifestación de nuestro propio anhelo de certeza de contar con algo eternamente firme en lo cual reposar, ha llegado a ser "un principio destructor de la vida... «La voluntad de verdad» —eso podría ser una oculta voluntad de muerte". Además, Dios "afirma […] otro mundo que el de la vida, de la naturaleza y de la historia; y en la medida en que él afirma este «otro mundo», ¿cómo?, ¿no tiene que negar, precisamente por eso, su contrapartida, este mundo, nuestro mundo?". Dios, igual que su mundo, el mundo-verdadero, es una invención imaginaria que nos permite “poder soportar el hecho de vivir en este mundo”. Al creyente en Dios “no le queda más que lo «imaginario»: no le queda más que «su mundo»”.

Hace falta afirmar vitalmente nuestro mundo como creación, como invención, como permanente devenir, sin que sea algo a soportar. Para esto hay que saber perder el suelo firme, flotar, errar, estar locos, bailar al borde de abismos…, hay que saber matar a Dios. Dios fue creado y también puede ser destruido. La plena certeza es aquí abandonada y encriptada en sus antiguas iglesias.

« ¿A dónde ha ido Dios?», […] « ¡yo os lo voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado —vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! ¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo fuimos capaces de beber el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos continuamente? ¿Y hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos sofoca el espacio vacío? ¿No se ha vuelto todo más frío? ¿No llega continuamente la noche y más noche? ¿No habrán de ser encendidas lámparas a mediodía? ¿No escuchamos aún nada del ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No olemos aún nada de la descomposición divina? —También los dioses se descomponen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo nos consolamos los asesinos de todos los asesinos? Lo más sagrado y lo más poderoso que hasta ahora poseía el mundo, sangra bajo nuestros cuchillos — ¿quién nos lavará esta sangre? ¿Con qué agua podremos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? […] «¿Qué son aún estas iglesias, si no son las criptas y mausoleos de Dios?».

La muerte del mundo-verdadero unitario, inmutable, ordenado; la metafísica de la plena presencia; el anhelo del saber como claridad que tiende a la transparencia de la verdad en-sí; la ilusión de las esencias… Todo esto es lo que asesinamos cuando afirmamos gozosamente la muerte de Dios, la muerte de una milenaria pero ya moribunda y frenética creencia mentirosa de que Dios es la verdad y de que la verdad es divina; “esa vieja y profunda confianza se ha trastocado en duda”, en una duda que no es derrotista sino entusiasta porque nos invita a asumir el mundo como invención, como creación jovial, como vida. Las consecuencias de la muerte de Dios, a la inversa de lo que tal vez pudiera esperarse, no son en absoluto tristes ni oscurecedoras, sino más bien como una nueva y difícilmente descriptible especie de luz, felicidad, alivio, regocijo, reanimación, aurora... […] ante la noticia de que el «viejo Dios ha muerto», nos sentimos como iluminados por una nueva aurora: ante eso nuestro corazón rebosa de agradecimiento, asombro, presentimiento, expectación —finalmente el horizonte se nos aparece libre de nuevo, aun cuando no esté despejado; finalmente podrán zarpar de nuevo nuestros barcos, zarpar hacia cualquier peligro […] el mar, nuestro mar, yace abierto allí de nuevo, tal vez nunca hubo antes un «mar tan abierto».

El intento de domesticar el devenir fracasa, la voluntad de poder puede reducirlo pero no puede nunca suprimirlo: siempre hay un excedente que no logra ser domesticado. “Existe una infinita cantidad de sucesos que se nos escapan en este segundo de la instantaneidad”. Ese exceso es la vida misma como invención, como creación. El reconocimiento jovial de que Dios ha muerto y el mundo no tiene orden, forma ni ser como mundo-verdad, es sentido como motivo para crear la vida. Contra Dios, “el valor de lo pasajero y de lo efímero, reflejos seductores de la panza de la serpiente «vita»”.


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