De la organización psicoanalítica y capitalista del deseo a los devenires del cuerpo sin órganos en
- Luis Manuel Segura Román
- 11 abr 2019
- 27 Min. de lectura


El psicoanálisis[1] y el capitalismo son grandes fábricas de organismos molares, los cuales se imponen despóticamente sobre el cuerpo y organizan el deseo: el primero, especialmente desde el Edipo; el segundo, desde el consumo. Ambos realizan su propia producción-eliminación del enemigo, que es definido como parásito de la productividad, perturbador del funcionamiento orgánico del cuerpo y anomalía enferma del deseo. El enemigo es lo improductivo, lo inconsumuble, lo des-organizado; es, exactamente, el cuerpo sin órganos.
El cuerpo sin órganos no es de ninguna manera lo contrario de los órganos, ni son ellos sus enemigos. “El enemigo es el organismo. El CsO no se opone a los órganos, sino a esa organización de los órganos que llamamos organismo[2]”. No es un cuerpo vacío y desprovisto de órganos, ni tampoco una nada definitivamente muerta. “No se trata en modo alguno de un cuerpo desmembrado, fragmentado, o de órganos sin cuerpo[3]”. En todo caso es un desierto, pues todo desierto está poblado y vivo: los órganos también se distribuyen en él, pero no orgánicamente, como formando una unidad molar, sino intensivamente, como multiplicidades moleculares.
Un cuerpo sin órganos no es un cuerpo vacío y desprovisto de órganos, sino un cuerpo en el que lo que hace de órganos […] se distribuye […] bajo la forma de multiplicidades moleculares. […] El cuerpo sin órganos se opone, pues, no tanto a los órganos como a la organización de los órganos, en la medida en que ésta compondría un organismo. No es un cuerpo muerto, es un cuerpo vivo, tanto más vivo, tanto más bullicioso cuanto que ha hecho desaparecer el organismo y su organización. […] El cuerpo lleno sin órganos es un cuerpo poblado de multiplicidades[4].
El cuerpo sin órganos no se define por pura vía negativa, como lo opuesto al organismo, sino que es positividad, potencia, producción. Es deseo: “él y gracias a él se desea[5]”. Es el plano de inmanencia mismo del deseo, su plan de consistencia propio. Pero también es la primera víctima del organismo, que convertirá su producción en productividad, en “fenómeno de acumulación, de coagulación, de sedimentación que le impone formas, funciones, uniones, organizaciones dominantes y jerarquizadas, trascendencias organizadas para extraer de él un trabajo útil[6]”. El cuerpo sin órganos es el objeto de persecución de la organización despótica que lo oprime, lo reprime, lo castiga y le entierra por todos los poros las banderas de sus conquistas, de la cabeza hasta los pies. “Tantos clavos en su carne, tantos suplicios[7]”. Incluso más que Platón, el gran despreciador del cuerpo es el organismo, que hace de los órganos una working machine capaz de reparar la maquinaria improductiva. El cuerpo sin órganos, oprimido por el organismo, pega un sufriente grito: “¡Me han hecho un organismo! ¡Me han plegado indebidamente! ¡Me han robado mi cuerpo![8]”.
El problema central de la organización del cuerpo es un problema de articulaciones: “las articulaciones propias de la nueva forma humana que iba a extenderse sobre la tierra y que estaba destinada al trabajo[9]”. Se articula el cuerpo para que sienta como su verdadero enemigo y malestar a la improductividad, al deseo que no ha sido ordenado todavía, centralizado, registrado, estabilizado, canalizado, taponado, bloqueado, regulado, identificado, sobrecodificado y organizado. Es aquí donde entran el psicoanálisis y el capitalismo como ‘soluciones finales a nuestros peores malestares’.
El fundamento del psicoanálisis es el contenido latente del inconsciente, cuya represión supuestamente es el origen de toda enfermedad (de ahí que el síntoma sea pensado como retorno de lo reprimido). Según Freud, los síntomas desaparecen en cuanto se consigue despertar con toda claridad el recuerdo del proceso provocador, el trauma, de manera que el paciente pueda describirlo con el mayor detalle posible, dando expresión verbal al afecto. El síntoma desaparecería entonces simplemente si se deja de reprimir el recuerdo y se lo enuncia. La cura contra lo dormido inconsciente sería la claridad de la conciencia verbal: ponerle nombre a la causa del recuerdo traumático. “El acceso a lo latente no consciente, el fundamento, es el fruto del análisis [...] El psicoanálisis entonces es una hermenéutica, una interpretación, un traer a luz consciente lo pasado, lo ya vivido […] Se trata de una etiología o arqueología del sujeto, de lo consciente[10]”. La sanación psicoanalítica entraría en vigor por el conocimiento como procedimiento que rastrea el origen, por supuesto, perdido en la infancia (como si el resto de la vida fueran meros efectos postraumáticos, casi estimúlicos).
El psicoanálisis es completamente nostálgico. ¿Pero cuál es su unidad perdida, origen de todo recuerdo traumático? La respuesta es la misma que da a casi todo: Edipo. El nombre del trauma es mamá-papá, y el principio de realidad en cuanto tal no puede ser otro que el del aparato edípico, el cual aparece por todas partes y en todas las cosas como su motor único e inmóvil, o como la mano invisible que las controla. Todas las formas del deseo no pueden ser más que “sustitutos, regresiones y derivados de Edipo[11]”.
El psicoanálisis toma al deseo no edipizado como una especie de ruido de fondo; y lo hace, desde luego, aplicando su famosa neutralidad, que en nada consiste más que en “callar a las personas, impedirles hablar, y sobre todo, cuando hablan, hacer como si nada hubiesen dicho[12]”. O bien, diagnostica al deseo desorganizado como enfermo y lo afecta de un signo negativo, como si fuera un simple imaginario que dobla a la realidad (la cual no puede ser sino edípica); como si fuera una distorsión onírica mental de la producción real; “como si hubiese «un objeto soñado detrás de cada objeto real»[13]”. Es decir, piensa al deseo como fantasma, como teatro de la representación, como lo que “se produce a sí mismo separándose del objeto[14]”. Pero el deseo se le aparece edípico al psicoanálisis porque ha sido él quien previamente lo ha edipizado. Él mismo interviene en la emergencia y en la constitución del deseo porque no simplemente lo traduce, sino que lo sugestiona y lo organiza.
El psicoanálisis atrapa al deseo en un complejo parental, lo encierra “en una especie de triángulo artificial bastante desagradable, […] bajo el «sucio secretito», el secretito familiar […] del Edipo-tirano moderno[15]”. Y según éste, el movimiento de la locura es primero familiar que social, y es primero del hijo que del padre. El padre mismo no sería más que un mero después de su niñez, y su delirio no sería otra cosa que el desarrollo del trauma de su propia infancia. Según el psicoanálisis, no es la sociedad la que está primeramente enferma, sino el niño, de manera que los procesos clínicos de curación no deben tratar en modo alguno de cambiar la realidad social para que sea menos traumática, sino tan sólo de organizar al deseo para que acepte que sus traumas están en verdad en su infancia, y no en el mundo entero. El analista le dice al loco que no es el mundo el que está enfermo, sino su deseo; y que, por tanto, no hay más que hacer que organizarlo.
Pero la catexis de deseo no es primeramente del niño-Edipo. Es en primer lugar “la de un campo social en el que el padre y el hijo están sumergidos, simultáneamente sumergidos[16]”. El Edipo no es la forma universal del deseo, sino una dependencia paranoica y conflictiva que se da “cuando el niño nace en una familia totalizada patriarcalmente y donde la imago del padre se impone diariamente por el castigo[17]”. Es el padre despótico y paranoico el que edipiza al hijo. “La culpabilidad es una idea proyectada por el padre antes de ser un sentimiento interior sentido por el hijo. La primera equivocación del psicoanálisis radica en actuar como si las cosas empezasen con el niño. […] En todos los aspectos, la familia nunca es determinante, sino determinada[18]”. Son primero los nombres del caos histórico que los nombres del padre, o en todo caso son simultáneos, “y no se puede ocultar que todo empieza en la cabeza del padre: ¿esto es lo que tú quieres, matarme, acostarte con tu madre?... Primero es una idea del padre: […] Edipo es primero una idea de paranoico adulto, antes de ser un sentimiento infantil de neurótico[19]”. El niño no es anterior al adulto. “Justo lo que Freud no comprendió [...]: el hijo como contemporáneo germinal de los padres[20]”.
El deseo no espera a convertirse en un organismo adulto para captar, bajo la fórmula edípica, los problemas traumáticos que lo atraviesan. Se opone al testimonio de un trauma original, porque no es el resto de una unidad total perdida. “Es justo lo contrario. No hay en modo alguno […] relación a una unidad perdida, ni vuelta a lo indiferenciado respecto a una totalidad diferenciable[21]”.
El deseo no es un aparato de re-presentación de la gran Forma molar del recuerdo traumático, sino una máquina (en sentido maquínico, no mecánico): máquina de captura de fuerzas, densidades e intensidades molecularizadas, no pensables en sí mismas, que exceden a las formas y las materias. “El problema ya no es el de un comienzo, ni tampoco el de una fundación-fundamento. Ha devenido un problema de consistencia o de consolidación: ¿cómo consolidar el material, hacerlo consistente, para que pueda captar esas fuerzas no sonoras, no visibles, no pensables?[22]”
El deseo es muy distinto a eso que hace de él el psicoanálisis. Y el capitalismo no se queda atrás en ofrecer respuesta a la pregunta sobre la consistencia del deseo. Se trata, dice, de consolidarlo mediante el consumo. El capitalismo, igual que el psicoanálisis, ha lanzado la triple maldición sobre el deseo: la de la ley negativa, que lo supone como carencia o castración (se desea lo que no se tiene: mamá-papá, para el psicoanálisis; mercancías, para el capitalismo); la de la regla extrínseca, que piensa en la satisfacción del deseo por el placer-descarga, como masturbación (el deseo se satisface en el placer de conseguir el objeto deseado); y la del ideal trascendente o el deseo como fantasma (el goce es imposible, y esa imposibilidad está inscrita en el deseo).
El deseo queda reducido al principio idealista que lo sitúa no como producción, sino como carencia determinada por su propio objeto (que le falta). Así, “cada vez que insistimos sobre una carencia de la que carecería el deseo para definir su objeto, «el mundo se ve doblado por otro mundo, gracias al siguiente itinerario: el objeto falta al deseo; luego el mundo no contiene todos los objetos, al menos le falta uno, el del deseo; luego existe otro lugar que posee la clave del deseo (de la que carece el mundo)»[23]”. Y este otro lugar que posee la clave del deseo va a ser, claro, el mundo de las mercancías, al cual accedemos mediante la venta pero, sobre todo, la compra: mediante el consumo.
El consumo se aparece como la opción llenadora del deseo presentado como carencia o castración. La carencia del deseo se convertiría en carencia de objeto, de mercancía, y el consumo aparece como la posibilidad de adquirir el objeto deseado y, por ende, llenar al deseo. Pero en realidad se toma al deseo, que es flujo impersonal, por placer, que es corte de ese flujo y su conversión en carencia que vendría a acabar con él, a colmarlo, estabilizarlo y obstaculizar sus desplazamientos, a organizarlo y tratar de sobrecodificarlo en el centro del ego consumo, ergo gozo, el cual pide una masturbación constante: mantenerse brincando de una mercancía a otra, como si sólo así pudiera el deseo (placer) moverse. Y la mano invisible del mercado está siempre dispuesta a masturbarnos con gusto.
El capitalismo no sólo produce mercancías, sino también su consumo. El consumo también es producido, y necesita situar al deseo como insuficiencia de ser para devenir fórmula de llenado; necesita situarlo como práctica del vacío que “no tiene más sentido que ese: ir a buscar[24]”. Así que sí, “sabemos de dónde proviene la carencia —y su correlato subjetivo el fantasma. La carencia es preparada, organizada, en la producción social. […] Nunca es primera; la producción nunca es organizada en función de una escasez anterior, es la escasez la que se aloja, se vacuoliza, se propaga según la organización de una producción[25]”. Organizar el deseo como carencia requiere “organizar la escasez […] en la abundancia de producción, hacer que el objeto dependa de una producción real que se supone exterior al deseo […], mientras que la producción del deseo pasa al fantasma (nada más que al fantasma)[26]”. El deseo recae entonces en el gran miedo abyecto a carecer, y su organización se convierte en el arte de la práctica de vacío como economía de mercado.
La organización capitalista del consumo depende necesariamente de algo que pugna por escapársele: el deseo, que de ninguna manera está vacío. No es cuerpo vaciado sino, ante todo, cuerpo lleno sin órganos. Pero no lleno de mercancías, sino de intensidades que lo atraviesan siempre y producen líneas de fuga hacia cualquier dirección, de manera completamente errática y errante, impredecible, cambiante, delirante. El deseo es el n-1 que evita ser sobrecodificado en el Edipo-consumista: es “lo improductivo, […] lo inconsumible[27]”.
El deseo no se articula necesariamente con el placer, ni mucho menos con el consumo, porque no es carencia, sino potencia, producción de de producción donde los productos no son referentes o imágenes hacia los cuales se dirige, ni instancias que le marcan finalidad, sino residuos de su producción misma. Es el producto el que es tomado del producir, y no la producción la que se desprende del producto. El deseo no está castrado: es sobreabundancia, plusvalía, formación y devenir de fuerzas activas, vitales. Abraza a la vida no con una impotencia reproductiva (como teatro de la representación para el psicoanálisis; como reproducción de mercancías, para el capitalismo), sino con una potencia productiva. Y lo que produce no es una mera caja de imaginación y fantasía, sino lo Real mismo. El deseo es productor en realidad y de realidad. “De ahí se desprende lo real […] El ser objetivo del deseo es lo Real en sí mismo. No existe una forma de existencia particular que podamos llamar realidad psíquica[28]”. No está por un lado el objeto real racionalmente producido y, por el otro, la producción irracional del deseo que distorsiona al objeto en fantasma, “como si las prácticas sociales se doblasen en prácticas mentales interiorizadas, o bien como si las prácticas mentales se proyectasen en los sistemas sociales, sin que nunca unas mermasen a las otras[29]”. También los modos de producción y reproducción sociales son modos de producción deseante en ciertas condiciones y relaciones de composición. “Incluso las formas más represivas y más mortíferas de la reproducción social son producidas por el deseo, en la organización que se desprende de él bajo tal o cual condición[30]”.
No es nunca el deseo el que expresa una carencia de objeto en el sujeto, sino más bien es el sujeto quien carece de deseo, o es el deseo quien carece de sujeto fijo: “no hay más sujeto fijo que por la represión[31]”. El deseo es impersonal y, no obstante, personalizado, por el psicoanálisis y el capitalismo al ser volcado, reprimido y repetido obsesivamente sobre un Edipo-consumista como última territorialidad.
El psicoanálisis y el capitalismo son grandes artistas de los “conjuntos molares, formaciones estadísticas o conjuntos gregarios, fenómenos de masas organizadas[32]”. Hacen del deseo un ser molar métrico, cuantificable, mecánico, orgánico, neuróticamente productivo, individual, idéntico a sí mismo y a sus códigos (Edipo-consumista). Pero el deseo puede devenir en otra dirección: “la de la microfísica, de las moléculas en tanto que ya no obedecen a las leyes estadísticas; ondas y corpúsculos, flujos y objetos parciales que ya no son tributarios de los grandes números, líneas de fuga infinitesimales en lugar de las perspectivas de grandes conjuntos[33]”. Puede hacerse un cuerpo sin órganos nómada, vagabundo, asimétrico, inconmensurable, intensivo, maquínico, Cósmico, esquizofrénico, molecular.
Hacerse un cuerpo sin órganos (que no es ser, sino modo de ser) requiere pasar por muchos devenires. “¡Cada uno pasa por tantos cuerpos en su propio cuerpo![34]”. Uno de ellos es el devenir-lobo, que sin embargo no es un medio para hacerse un cuerpo sin órganos, sino un en medio, intermezzo. Pues no se puede ser un lobo, sino que “siempre se es ocho o diez, seis o siete lobos. No que uno sea seis o siete lobos a la vez, sino un lobo entre otros lobos, un lobo con cinco o seis lobos[35]”. Devenir-lobo no es hacerse un yo-lobo, (pues el yo es un organismo), sino un lobo entre lobos, una singularidad impersonal y despersonalizada en las intensidades de la manada. Se trata de un fenómeno de borde, de frontera, de periferia, de umbral que se franquea, de anomalía: “mantenerse en el grupo por una mano o un pie[36]”. Es estar entre la manada y al mismo tiempo desbordarla.
Las manadas no son fragmentos numéricos castrados de una Unidad o Totalidad molar perdida, ni elementos orgánicos o excedentes metafóricos de una Unidad o Totalidad futura, sino multiplicidades moleculares. No son nunca idénticas a sí mismas, sino que “cada elemento no cesa de variar y de modificar su distancia respecto a los demás, […] que no aumentan ni disminuyen sin que sus elementos no cambien de naturaleza[37]”. Las mandas (se) hacen y deshacen, (se) encuentran y desencuentran, (se) componen y descomponen: producen agenciamientos que modifican su propia naturaleza. “Un agenciamiento es precisamente ese aumento de dimensiones en una multiplicidad que cambia necesariamente de naturaleza a medida que aumenta sus conexiones[38]”.
Ahora bien, “¿quién ignora que los lobos van en manada? Nadie, salvo Freud. […] Freud sólo conoce el lobo o el perro edipizado[39]”. Si bien Freud trató los fenómenos de multitud desde el punto de vista del deseo (como inconsciente), no vio que el deseo mismo es una multitud. “Miope y sordo, Freud confundía las multitudes con una persona[40]”. Redujo todo a lo unitario, a la identidad supuestamente perdida del papá-mamá. “¿Qué nos dice el psicoanálisis sobre todo esto? Edipo, nada más que Edipo, puesto que el psicoanálisis no escucha nada ni a nadie. Lo elimina todo[41]”. Convierte las manadas moleculares en masas molares y reduce al lobo a la posición paranóica del sujeto de masa que simplemente forma parte tratando de coincidir con sus códigos. El psicoanálisis no tiene la menor idea de lo que son los devenires-lobo, porque no sabe nada de multiplicación. “Castración, castración, grita el espantajo psicoanalítico que siempre ha visto […] un individuo domesticado donde hay multiplicidades salvajes[42]”.
La posición salvaje del devenir-lobo no es nada fácil de conservar. Requiere y exige “una gran tensión, pero a la vez […] proporciona un sentimiento de felicidad […] casi vertiginoso. Qué gran sueño esquizofrénico. Estar de lleno en la multitud y a la vez totalmente fuera, muy lejos: borde, paseo a lo Virginia Woolf (‘jamás volveré a decir soy esto, soy aquello’)[43]”. La posición del lobo es esquizofrénica, y sólo desde ella es posible hablar en nombre propio, y no en nombre de Edipo, ni de los nombres del padre[44], ni del capital.
Hablar en nombre propio no es el pronunciamiento de un sí mismo, sino una apertura Cósmica al campo de fuerzas. “El nombre propio es la aprehensión instantánea de una multiplicidad. El nombre propio es el sujeto de un puro infinitivo entendido como tal en un campo de intensidad […] que remite a los devenires, infinitivos, intensidades de un individuo despersonalizado y multiplicado[45]”. No es lo individual molar, sino lo dividual molecularizado, que es puro simulacro. “Sobre todo, no es una proyección; no tiene nada que ver con el cuerpo propio, o con una imagen del cuerpo[46]”. Es precisamente el cuerpo sin imágenes, liberado de representar un mundo (ese pálido y nostálgico objeto que se daba por perdido). No es el cuerpo icónico obediente a las fórmulas del psicoanálisis y del capitalismo, sino un cuerpo rebelde, una línea que se libera de los puntos y los hace indiscernibles, un rizoma liberado de la arborescencia.
Para hablar en nombre propio hay que hacerse un cuerpo sin órganos. Y otro de los devenires por los que éste debe pasar es un devenir-minoritario, como línea de fuga molecular frente a los organismos mayoritarios y molares con sus historias dominantes. El asunto se revela político, y “recurre a todo un trabajo de potencia, a una micropolítica activa. Justo lo contrario de la macropolítica, e incluso de la Historia, donde más bien se trata de saber cómo se va a conquistar o a obtener una mayoría. […] La historia siempre es de la mayoría, o de minorías definidas con relación a la mayoría[47]”. No es un asunto de cantidad, sino de modos de ser, de tipos de devenir. No hablamos de minoría como conjunto, sino de minoritario como devenir. Y la relación entre la mayoría y lo minoritario no es una mera oposición de términos, sino el orden de una subordinación que determina la distribución de todos los conjuntos minoritarios en referencia a la mayoría. “Por mayoría nosotros no entendemos una cantidad relativa más grande, sino la determinación de un estado o de un patrón con relación al cual tanto las cantidades más grandes como las más pequeñas se considerarán minoritarias […] Mayoría supone un estado de dominación, no a la inversa[48]”.
Lo minoritario es lo definido en relación a la mayoría. Por ejemplo la mujer, que también Freud definió por pura vía negativa mediada por el hombre: como complejo de castración, ausencia de falo (esa famosa fórmula de la falta de); y peor aún, como albergue del pene. “'Esposa del gobernador' es su gloria, como [...] los esclavos tenían la gloria de ser de la familia más influyente del lugar[49]”. La mujer será minoritaria por excelencia mientras el hombre sea una entidad molar, una mayoría, un estado de dominación: machismo. Y así como “para no ser fascista no había otra opción que devenir-negro[50]”, para no ser machista no hay otra opción que devenir-mujer. Por eso el cuerpo sin órganos debe pasar también por ese devenir tan subversivo, un devenir-mujer.
El problema es en primer lugar el del cuerpo —el cuerpo que nos roban para fabricar organismos oponibles—. Pues bien, a quien primero le roban ese cuerpo es a la joven: “no pongas esa postura”, “ya no eres una niña”, “no seas marimacho”, etc. A quien primero le roban su devenir para imponerle una historia o una prehistoria, es a la joven. El tumo del joven viene después, pues al ponerle la joven como ejemplo, al mostrarle la joven como objeto de su deseo, le fabrican a su vez un organismo opuesto, una historia dominante. La joven es la primera víctima, pero también debe servir de ejemplo y de trampa. Por eso, inversamente, la reconstrucción del cuerpo como Cuerpo sin órganos, el anorganismo del cuerpo, es inseparable de un devenir-mujer o de la producción de una mujer molecular[51].
La mujer también es un devenir, algo que se hace, un modo de ser y no un ser de nacimiento[52]. Y para no ser organismo mayoritario, sujeto de enunciación dominante (hombre-blanco-burgués-occidental-adulto), hay que devenir cuerpo sin órganos minoritario: devenir-mujer, devenir-negro, devenir-pobre, devenir-sur, devenir-niño. “Incluso los negros, decían los Black Panthers, tienen que devenir negro. Incluso las mujeres tienen que devenir-mujer[53]”.
El enfrentamiento del cuerpo sin órganos minoritario al organismo mayoritario no es un problema de minuciosidad conceptual, sino un problema de vida o muerte de los cuerpos: ¿queremos organismos mayoritarios, molares, dominantes, o cuerpos sin órganos minoritarios, moleculares, liberadores?
Los devenires-minoritario trazan líneas de fuga entre los puntos definibles, localizables y oponibles (hombre-mujer, blanco-negro, rico-pobre, adulto-niño), y los ponen en otro tipo de devenir: devenir-imperceptible/indiscernible, devenir-mundo. Ahora bien, “todo el mundo es el conjunto molar, pero devenir todo el mundo es otro asunto, que pone en juego el cosmos con sus componentes moleculares. Devenir todo el mundo es crear multitud, crear un mundo[54]”. Devenir-mundo es hacer del mundo un devenir, tal como hace la pantera rosa, que pinta su mundo color de rosa.
Reducirse a una línea abstracta, a un trazo, para encontrar su zona de indiscernibilidad con otros trazos. […] Entonces uno es como la hierba: ha creado una multitud, ha hecho de todo el mundo un devenir, puesto que ha creado un mundo necesariamente comunicante, puesto que ha suprimido de sí mismo todo lo que le impedía circular entre las cosas, y crecer en medio de ellas[55].
El cuerpo sin órganos es forzosamente un plan de consistencia del cuerpo y el deseo, en el cual dejamos de ser dueños y propietarios de vuestras velocidades. Entramos “en una loca carrera de lo imperceptible y de la percepción, que gira tanto más sobre sí misma cuanto que todo en ella es relativo[56]”. Entrados en el plan de consistencia, perdemos nuestros colores; no porque perdamos todo color, sino porque no son más nuestros. “Ya no se trata de imponer una forma a una materia, sino de elaborar un material cada vez más rico, cada vez más consistente, capaz por tanto de captar fuerzas cada vez más intensas[57]”. Se trata de una cuestión de consistencia, de mantener unidas fuerzas heterogéneas, sin que dejen de serlo, como en una mixtura o un lodazal de relaciones móviles. Es una cuestión de “conexión de deseos, conjunción de flujos, continuum de intensidades[58]”. La consistencia (que no es posterior a los momentos creativos del cuerpo sin órganos, sino que ella misma es creadora como el acto que produce el consolidado) se obtiene por articulaciones, “agenciamientos capaces de conectarse con el deseo, de cargar efectivamente con los deseos, de asegurar en ellos las conexiones continuas, las uniones transversales[59]”. En un principio, las articulaciones sólo constituyen “un conjunto difuso, un conjunto discreto, que adquirirá consistencia[60]”. Pues eso es lo esencial: “un conjunto difuso, una síntesis de heteróclitos sólo se define por un grado de consistencia que hace precisamente posible la distinción de los elementos heteróclitos que lo constituyen (discernibilidad)[61]”.
La consistencia del cuerpo sin órganos es un asunto forzosamente territorial. Se trata de trazar mapas que puedan brotar líneas hacia cualquier dirección, de manera completamente contingente, sin itinerario. A diferencia de la calco-manía del organismo, como cuerpo lleno de imágenes representativas, el mapa es “siempre desmontable, posible de conectar, reversible, modificable y que tiene múltiples puntos de entrada y salida[62]”. Ningún trazo es necesario ni fijo, sino que se dibuja con líneas erráticas y errantes que se interrumpen en cualquier punto y reconectan en cualquier punto. No hay entradas ni salidas definidas, sino una multiplicidad de puntos que no son ni entrada ni salida, sino entrada y salida. Se puede comenzar en cualquier punto y terminar en cualquier punto. Toda puerta puede ser una bienvenida y un escape, una riesgosa aventura y un retorno seguro al medio (como frágiles muletas cuando aparece un peligro), una territorialidad y una desterritorialización. “Es como si fuerzas de desterritorialización actuasen sobre el propio territorio y nos hicieran pasar del agenciamiento territorial a otros tipos de agenciamiento[63]”. Todo escape se hace también caminos, traza huellas, deja marcas; y todo camino produce vías de escape, líneas de fuga o de desterritorialización. “De todas maneras, más que el ataque, lo propio del animal es la huida, pero sus fugas son a la vez conquistas, creaciones. Las territorialidades están, pues, atravesadas de parte a parte por líneas de fuga que hablan de la presencia en ellas de movimientos de desterritorialización y reterritorialización[64]”.
No hay desterritorialización absoluta, deriva absoluta o línea de fuga absoluta; ni tampoco territorialidad absoluta, sino siempre en vías de desterritorialización. Todo coeficiente de desterritorialización es siempre relativo a campos de (re)territorialización, y todo agenciamiento territorial produce al mismo tiempo “vectores de desterritorialización que inmediatamente actúan sobre él[65]”. Los movimientos de desterritorialización no son ausencia de territorio, sino movimientos de fuga siempre en contacto con territorialidades, por todas partes. Desterritorialización y reterritorialización son moviemientos siempre relativos; diferentes, heterogéneos, pero inseparables: desterritorialización y reterritorialización, simultáneamente. “La misma ‘cosa’ aparece aquí como función territorializada, […] y allá como […] desterritorializado[66]”. Incluso caminar es tener un pie en el territorio y el otro en el aire, desterritorializando y desbordando la territorialidad.
La desterritorialización debe ser considerada como una fuerza perfectamente positiva, que posee sus grados y sus umbrales […], y que siempre es relativa, que tiene un reverso, que tiene una complementaridad en la reterritorialización. […] Se viaja por intensidad, y los desplazamientos, las figuras en el espacio, dependen de umbrales intensivos de desterritorialización nómada, así pues, de relaciones diferenciales, que fijan al mismo tiempo las reterritorializaciones sedentarias y complementarias […], la desterritorialización siempre está determinada con relación a la reterritorialización complementaria[67].
No obstante, si bien la deriva absoluta es imposible, el deseo de desterritorialziarse absolutamente es muy posible; y de hecho, es uno de los peligros de toda línea de fuga del cuerpo sin órganos: querer escapar desesperadamente, des-organizarse violentamente, desestratificarse exageradamente, saltando al caos y desintegrándose en un agujero negro que produce el borramiento, la autodestrucción, la muerte. El deseo puede devenir también deseo de morir: “que nos dé ganas de morir, no tanto de felicidad como de morir felizmente, desaparecer[68]”. La fuga puede producir parálisis, alucinaciones, efectos de cierre, suicidio.
No sólo porque es el plan de consistencia o el campo de inmanencia del deseo, sino porque, incluso cuando cae en el vacío de la desestratificación brutal, o bien en la proliferación del estrato canceroso, sigue siendo deseo. El deseo va hasta ese extremo: unas veces desear su propio aniquilamiento, otras desear lo que tiene el poder de aniquilar […], deseo-fascista, incluso el fascismo es deseo. Hay deseo cada vez que hay constitución de un CsO. [...] La prueba del deseo: no denunciar falsos deseos, sino en el deseo distinguir lo que remite a la proliferación de estrato, o bien a la desestratificación demasiado violenta, y lo que remite a la construcción del plan de consistencia (vigilar hasta en nosotros al fascista, y también al suicida y al demente) [69].
En tales condiciones de desterritorialización precoz y brutal asistimos a un cierre en el vacío en lugar de una apertura en consistencia. “A veces se hace demasiado, se exagera […] Lo único que se consigue es una caja de resonancia que hace agujero negro. […] En lugar de definir el conjunto difuso por las operaciones de consistencia o de consolidación que se basan en él, se hace difuso un conjunto. […] Con frecuencia hay demasiada tendencia a reterritorializarse en […] el loco, el ruido[70]”.
Si bien el cuerpo sin órganos se hace por agenciamientos consistentes entre heterogéneos, es de saberse que no todo entra en consistencia con todo. No todo puede hacer composición con todo. Por eso hacerse un cuerpo sin órganos es un devenir inseparable de la prudencia, porque se enfrenta no sólo con caos, sino también con el abismo. Siempre está en relación con la locura, el suicidio y “los peligros de una desestratificación demasiado violenta, imprudente[71]”. Hacerse un cuerpo sin órganos no es sólo devenir, sino también el riesgo de ese devenir, el riesgo de desintegrarse. Se debe pasar prudentemente entre las minas y las balas de un campo “sobre el que disparan todos los fusiles del mundo[72]”. Exige prudencia porque siempre se es el blanco. Devenir es un movimiento sin garantías, al grado que puede ser como quien abre su camisa y se expone a un pelotón de fusilamiento. Está siempre en riesgo de sofocación. Pero al mismo tiempo, sólo es posible escapar del peligro deviniendo constantemente, como situándose entre la pared blanca y el agujero negro. Esa es la única manera en que el cuerpo puede fugarse del despotismo que lo quiere oprimir y reprimir en un organismo: “estar-entre, pasar entre, intermezzo, […] deviniendo constantemente[73]”.
Para que el cuerpo viaje y se viaje alrededor del cuerpo, sin perderse en el abismo, se requiere mucha sobriedad (que no es educar despóticamente al deseo, sino aprender a desear y hacerse un cuerpo sin órganos). “Sobriedad, sobriedad: esa es la condición común para la desterritorialización de las materias, la molecularización del material, la cosmización de las fuerzas. Quizá el niño lo logre. Pero esa sobriedad es la de un devenir-niño, que no es necesariamente el devenir del niño[74]”. La sobriedad es de lo más importante para hacerse un cuerpo sin órganos sano y, sin embargo, es de lo que más falta.
Sin prudencia y sobriedad, el efecto repulsivo ante el organismo al cual el cuerpo siente como aparato de persecución que ya no puede soportar, puede producir un cuerpo sin órganos meramente reactivo, en vez de activo y creativo. Ese es el cuerpo del intoxicado, del masoquista, del sádico, del fascista, del loco que produce la desaparición de golpe del organismo convirtiéndolo inmediatamente en cuerpo de nada, “autodestrucción pura sin otra salida que la muerte[75]”, en vez de cuerpo lleno sin órganos; en pura interferencia que borra todos los sonidos e impide cualquier acontecimiento, en vez de abrirse a todas las irrupciones; en ruido de una caja de resonancia, en vez de música del sintetizador. ¡Pues qué mejor prudencia que la música!
La prudencia de trazar líneas de salida y al mismo tiempo entrada puede ser musical, “al hilo de una cancioncilla[76]”. En la fuga, presos del miedo, podemos tranquilizarnos canturreando, avanzando y parando rítmicamente. La música nos puede orientar y tranquilizar en el seno del caos. Así como nietzscheanamente se ha de bailar en los abismos, también se ha de cantar. Puede ser un estribillo el que dé consistencia a los bloques heterogéneos y haga de ellos un territorio. De eso se trata exactamente el ritornelo.
El ritornelo es el “aspecto sonoro de la territorialidad[77]”. No conquista territorios, sino que los produce con ladrillos sonoros; no calca, sino que mapea; no reproduce sonidos, sino que hace sonoro. El ritornelo es siempre territorial, un agenciamiento territorial. No se trata de un territorio asociado a la sonoridad, sino de territorialidades y líneas de desterritorialización producidas por la sonoridad misma, y de sonoridades producidas por el territorio mismo. Es territorialidad sonora y sonido territorial.
No sólo los humanos cantamos. El ritornelo no es un monopolio antropomórfico. Incluso es hasta más propio de los pájaros. “El canto de los pájaros: el pájaro que canta marca así su territorio [...], y por eso es ethos, pero el ethos también es la Morada[78]”. Como sucede con los pájaros, el ritornelo produce una morada adoptiva a la que se llega a querer más que si se hubiera nacido en ella. Pero esta morada no existe geográficamente, sino que insiste musicalmente. Es territorio cantado como firma y nombre propio. No es la marca de un sujeto constituido, sino “la marca constituyente […] de una morada[79]”. La morada no está constituida y localizada de antemano, como instalada en su lugar, in situo, previamente a la marca, sino que “es la marca la que crea el territorio. […] En ese sentido, el territorio, y las funciones que en él se ejercen, son productos de la territorialización[80]”. El ritornelo hace su objetividad en el territorio que él mismo traza produciendo su estilo, su ritmo.
Hay ritmo desde el momento en que hay paso transcodificado de un medio a otro, comunicación de medios, coordinación de espacios-tiempos heterogéneos. […] Es bien sabido que el ritmo no es medida o cadencia, ni siquiera irregular: nada menos ritmado que una marcha militar. El tambor no es 1-2, el vals no es 1, 2, 3 […] La medida es dogmática, pero el ritmo es crítico, une instantes críticos, o va unido al paso de un medio a otro. No actúa en un espacio-tiempo homogéneo, sino con bloques heterogéneos. […] El ritmo nunca tiene el mismo plano que lo ritmado. Pues la acción se hace en un medio, mientras que el ritmo se plantea entre […] medios, o entre […] entre-medios […]. Cambiar de medio, tal como ocurre en la vida, eso es el ritmo. […] De ese modo, se sale fácilmente de una aporía que corría el riesgo de confundir la medida con el ritmo […] Es la diferencia la que es rítmica, y no la repetición, que, sin embargo, la produce; pero, como consecuencia, esa repetición productiva nada tenía que ver con una medida reproductiva[81].
Los ritmos modifican los medios que ritman y disuelven sus identidades. No sólo dan “lugar para la repetición, sino también para muchas novedades y, por consiguiente, para lo que no es repetición[82]”. No son mera repetición, sino diferencia, e inyectan diferencias a aquello que ritman: lo ponen en devenir. Desplazan al ser, que ya no está más en el centro, “sino en la orilla, sin identidad fija, siempre descentrado, deducido de los estados por los que pasa[83]”. Los ritmos se tratan de devenires que escapan de la captura y nomadizan el deseo, haciéndolo huir. Y aunque el psicoanálisis y el capitalismo digan que “no hay que huir, que no está bien, que es ineficaz, que hay que trabajar para lograr reformas[84]”; nosotros sabemos que la huida puede ser revolucionaria: pasar el muro.
El cuerpo sin órganos debe moverse rítmicamente, no métricamente como un organismo; formar potencias, brotar intensidades, cambiar de medios, imprimir velocidades. Debe pasar por un devenir-nómada, nunca ser el mismo, deserritorializarse constantemente, evitar ser sobrecodificado. Esto no significa de ninguna manera entrar en un estrato ausente de códigos, sino escapar a la sobrecodificación. Toda forma supone códigos, y no hay estratos amorfos, por más deformes que sean. No hay materia o composición que no esté en cierto modo formada, codificada, pero tampoco que no sea deformable, descodificable, desactivable. No es posible vivir sin códigos, pero sí rebelarse contra ellos, ponerlos en devenir, trazarles líneas de fuga.
El cuerpo sin órganos se hace en un cierto margen de liberación de los códigos, pero no absolutamente libre de ellos, como plenamente descodificado. Sin embargo, tampoco es una mera transcodificación, como una simple mutación interna a los códigos. Nunca coincide plenamente con ellos, sino que los transita como lugares de relevo, de paso y de paseo entre los cuales vive como perdido, exiliado, viajero, nómada, vagabundo. Se hace entre ellos, intercalándose entre sus bordes, imprimiéndoles movimientos de descodificación que a su vez desprenden flujos de codificación. Se trata de “genes desdoblados o de cromosomas supernumerarios, que no están incluidos en el código genético, que son funcionalmente libres y ofrecen una materia libre a la variación[85]”. Se trata de un huevo permanentemente embrionario, puramente potente e inacabado, siempre haciéndose
“El CsO es el huevo [...] el medio de intensidad pura, el spatium, y no la extensio, la intensidad Cero como principio de producción. [...] El CsO no es ‘anterior’ al organismo, es adyacente a él, y no cesa de deshacerse[86]”. El cuerpo sin órganos no es un estrato distinto a lo real, sino su Plano de inmanencia mismo, como deseo. Y el organismo, que “mide el alejamiento de un sujeto que perdió el deseo[87]”, es por eso una pérdida de realidad en su sentido más radicalmente creativo: como producción en realidad y de realidad.
El deseo siempre se mantiene cerca de las condiciones de existencia objetiva, se las adhiere y las sigue, no sobrevive a ellas, se desplaza con ellas […] Pero justamente, esta frase no la pronuncian los pobres o los desposeídos. Ellos, por el contrario, saben […] que el deseo «necesita» pocas cosas, no estas cosas que se les deja, sino estas mismas cosas de las que no se cesa de desposeerles, y que no constituían una carencia en el corazón del sujeto, sino más bien la objetividad del hombre, el ser objetivo del hombre, para el cual desear es producir, producir en realidad[88].
El deseo no produce más que estropeado, cortocircuitado, desarreglado, desordenado, desorganizado en cuerpo sin órganos, el cual no es una enfermedad que hay que someter para curar el funcionamiento verdaderamente normal (orgánico) del cuerpo, sino que es el cuerpo mismo en movimiento intensivo de liberación, siempre en devenir. “Ya no es un organismo que funciona, sino un CsO que se construye. Ya no son actos que hay que explicar, sueños o fantasmas que hay que interpretar, recuerdos de infancia que hay que recordar, palabras que hay que significar, sino colores y sonidos, devenires e intensidades[89]”.
El cuerpo sin órganos debe devenir-síntoma en el más fuerte sentido freudiano: retornar de su obligada represión. Y para ello “se necesitan medios muy simples, […] casi infantiles, pero también se necesitan las fuerzas de un pueblo[90]”. Se necesitan muchísimos esfuerzos, que pasan por un devenir-niño y al mismo tiempo devenir-pueblo (lo minoritario por excelencia). Se necesita el canto inmenso de un pueblo, un grande y grandioso ritornelo popular que nos invada, nos arroje, nos empuje, nos arrastre, nos permee, nos atraviese y que, al tener una mayor fuerza de desterritorialización, también efectúa las reterritorializaciones más potentes. “No se mueve a un pueblo con colores. Las banderas nada pueden sin las trompetas[91]”. Las marchas que no cantan son más bien desfiles. El canto moviliza y traza territorialidades populares.
No se puede resistir a las organizaciones molares de los cuerpos sin que los pueblos canten. Ningún lobo aúlla solo. Así que no se trata del agente molar, sino de los agenciamientos molecularizados, de la consistencia de la multiplicidad minoritaria. Hay que des-edipizarse y dejar de decir: consuman mi canto. Hay que lanzar improvisaciones arriesgadas que (se) encuentren y movilicen (en) campos de fuerzas, en un cuerpo-a-cuerpo con el mundo. “Improvisar es unirse al Mundo[92]”. De lo que se trata es de devenir-pueblo cantor, fugarse del sí mismo que afirma lo propio para cantar entre cantos, sin micrófono, deviniendo-imperceptibles, deviniendo-mundo en un gran canto Cósmico en el que quepan todos los cantos, incluso el del pájaro.
Notas
[1] A lo largo de todo el trabajo me referiré al psicoanálisis freudiano como psicoanálisis sin más, pero aclaro aquí que es por pura economía de palabras, y no por totalizarlo como el único tipo de psicoanálisis.
[2] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Barcelona: Paidós, 2002, p. 163
[3] Ibid., p. 169
[4] Ibid., p. 37
[5] Ibid., p. 169
[6] Ibid., p. 163
[7] G. Deleuze y F. Guattari, El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Barcelona: Paidós, 2004, p. 18
[8] Deleuze-Guattari, 2002, p. 164
[9] Ibid., p. 49
[10] Enrique Dussel, Filosofía Ética Latinoamericana 6/III. De la Erótica a la Pedagógica, México: Edicol, 1977, p. 62
[11] Deleuze-Guattari, 2002, p. 43
[12] Ibid., p. 44
[13] Deleuze-Guattari, 2004, p. 32
[14] Ibid., p. 33
[15] Ibid., p. 54
[16] Ibid., p. 285
[17] Dussel, op. cit., p. 69
[18] Deleuze-Guattari, 2004, pp. 285-286
[19] Ibid., p. 283
[20] Deleuze-Guattari, 2002, p. 168
[21] Ibid., p. 169
[22] Ibid., p. 346
[23] Deleuze-Guattari, 2004, pp. 32-33
[24] Ibid., p. 33
[25] Ibid., p. 35
[26] Ídem.
[27] Ibid., p. 17
[28] Ibid., p. 33
[29] Ibid., p. 35
[30] Ibid., p. 36
[31] Ibid., p. 34
[32] Ibid., p. 289
[33] Ídem.
[34] Deleuze-Guattari, 2002, p. 41
[35] Ibid., p. 35
[36] Ibid., p. 40
[37] Ibid., p. 37
[38] Ibid., p. 14
[39] Ibid., p. 35
[40] Ibid., p. 36
[41] Ibid., p. 41
[42] Ibid., p. 43
[43] Ibid., p. 36
[44] Cf. Jacques Lacan, De los nombres del padre, Buenos Aires: Paidós, 2005
[45] Deleuze-Guattari, 2002, p. 43
[46] Ibid., p. 17
[47] Ibid., p. 292
[48] Ibid., p. 291
[49] Dussel, op. cit., p. 113
[50] Deleuze-Guattari, 2002, p. 292
[51] Ibid., pp. 278-279
[52] Cf. Simone de Beauvoir, El segundo sexo, España: Cátedra, 2005
[53] Deleuze-Guattari, 200, p. 291
[54] Ibid., p. 281
[55] Ídem.
[56] Ibid., p. 286
[57] Ibid., p. 334
[58] Ibid., p. 166
[59] Ibid., p. 170
[60] Ibid., p. 329
[61] Ibid., p. 347
[62] Ibid., p. 21
[63] Ibid., p. 330
[64] Ibid., p. 61
[65] Ibid., p. 339
[66] Ibid., p. 332
[67] Ibid., p. 60
[68] Ibid., p. 298
[69] Ibid., p. 169
[70] Ibid., p. 347
[71] Ibid., p. 168
[72] Ibid., p. 290
[73] Ibid., p. 279
[74] Ibid., p. 348
[75] Ibid., p. 167
[76] Ibid., p. 318
[77] Ibid., p. 336
[78] Ibid., p. 319
[79] Ibid., p. 323
[80] Ibid., p. 322
[81] Ibid., p. 320
[82] Karl Popper, Conjeturas y refutaciones, Madrid: Paidós, 1991, p. 70
[83] Deleuze-Guattari, 2004, p. 28
[84] Ibid., p. 286
[85] Deleuze-Guattari, 2002, p. 327
[86] Ibid., p. 168
[87] Deleuze-Guattari, 2004, p. 33
[88] Ibid., pp. 33-34
[89] Deleuze-Guattari, 2002, p. 167
[90] Ibid., p. 342
[91] Ibid., p. 351
[92] Ibid., p. 318
Biografía
-De Beauvoir, Simone, El segundo sexo, España: Cátedra, 2005
-Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, El Anti Edipo, Barcelona: Paidós, 2004
-Mil mesetas, Barcelona: Paidós, 2002
-Dussel, Enrique, Filosofía Ética Latinoamericana 6/III. De la Erótica a la Pedagógica, México: Edicol, 1977
-Lacan, Jacques, De los nombres del padre, Buenos Aires: Paidós, 2005
-Popper, Karl, Conjeturas y refutaciones, Madrid: Paidós, 1991
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