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LOS MIGRANTES SON MIS HÉROES

  • José Pablo Segura Román
  • 24 abr 2019
  • 8 Min. de lectura

Lamento iniciar un texto con un título que remita directamente a la conclusión, pero no encuentro otra manera de poner por escrito aquello que necesito comunicar públicamente después de días de agitadas experiencias.


Los últimos días estuve trabajando, al lado de dos extraordinarias compañeras, en la labor de realizar "monitoreo y observación" en la frontera sur de México, estando al tanto de que no le violaran sus Derechos Humanos a los migrantes de Centroamérica y el Caribe que transitan por ahí. Yo esperaba que ocurriera lo que era lógico, que nos encontraríamos con algunas anomalías, que nos íbamos a impresionar de la cantidad de violaciones de derechos humanos, que nos veríamos en algún momento u otro en algún peligro por la tarea que nos fue encomendada, pero nunca pensé que la experiencia me fuese a remover tantas cosas y que fuera mucho más de lo que imaginaba.


Trabajamos durante tres días en dos localidades del sur de Chiapas: en Escuintla y en Mapastepec que, por cierto, si han revisado en las noticias de los últimos días, podrán notar que son dos lugares que han tenido muchísima movilización y flujo de migrantes. En esos dos espacios nos encontramos con que en Mapastepec había una especie de "refugio" para migrantes que yo más bien compararía con un campo de concentración, entendiendo que estos campos son espacios dentro de los cuales el Estado puede dar un estado de excepción y una suspensión de los derechos humanos; y en el caso de Escuintla había un improvisado campamento de una caravana de migrantes en el centro de la ciudad.


El primer día estuvimos trabajando en Mapastepec, preguntando en ese campo de concentración a los migrantes sobre cómo se encontraban sus condiciones de vida. Las respuestas que obtuvimos fueron impresionantes: algunos nos decían que solo comían dos veces al día, a las 4 y a las 7 de la tarde. Otros nos dijeron que no había suficientes colchonetas para dormir y que había hasta niños durmiendo en el piso. Unos cuantos más nos dijeron que tenían que comprar algunos recursos básicos, tales como medicamento o comida, la cual no les proporcionaba el “refugio” y otros tantos nos decían que tenían que pagar $10 pesos para ir al baño… Esto último en particular me dio a entender algo: El reino de la propiedad privada y del mercado necesita de estos campos de concentración, de la miseria, ya que son lugares altamente lucrativos y donde cualquier necesidad básica de la especie humana se convierte en un incentivo para el negocio, pues cada necesidad puede ser saciada siempre y cuando se tenga algo con qué comprarlas.


Asimismo, me vi atravesado por las historias de porqué se vieron obligadas todas esas personas a irse a semejante lugar y las respuestas no dejaron de impresionarme. Los migrantes me contaron que ellos huían porque habían matado a sus familias, porque el narcotráfico y algunas pandillas y grupos criminales como los Maras los perseguían o amenazaban, porque tenían gente enferma que querían que fuese atendida en algún lugar donde se tuviesen los recursos. Todos migraban por un motivo completamente entendible: por la amenaza inminente en la que se veían expuestas sus vidas. El mundo que los había visto nacer ahora quería verlos morir, como si fuese alguna especie de tragedia sádica la que les deparaban sus propias geografías y condiciones materiales de vida y, sin embargo, ellos se aferraban hasta el final en la voluntad de vivir. Ahí me di cuenta del primer acto de heroísmo.


El segundo día fue para mí, pese a que lo creía imposible tras la experiencia del primer día, algo mucho más fuerte. Me tocó ir, junto con mis compañeras, a Escuintla, lugar donde estaba el campamento improvisados de una nueva caravana que venía llegando desde Huixtla y que iba en camino a Mapastepec. Ahí lo que vi fue en carne propia el calvario previo que implicaba llegar al campo de refugiados o, como ya dije antes, al campo de concentración.


Una señora de nombre Reina comenzó a llorar frente a mi cuando le había preguntado por sus condiciones. El motivo de su llanto era que en la madrugada del día anterior le habían desaparecido a su hija de 13 años. Otra señora se me acercó desesperada, pidiéndome que documentara que su hija estaba enferma y, cuando vi a la niña, no me quedó más que contenerme las lágrimas porque la pequeña estaba con la piel completamente destrozada por una varicela que había sido imposible de atender durante toda la travesía de la caravana.


El impacto de todas las historias ahí era impresionante y ninguna historia era más alentadora que la anterior, por el contrario, parecía que todos sufrían de igual forma de desapariciones, de violencia, de humillación, de heridas físicas. En cuanto a estas últimas, no se me olvida que una mujer se me acercó enseñándome su planta del pie que estaba convertida casi en su totalidad en una herida gigantesca provocada por el desgaste de sus zapatos, por el pavimento, el sol y la caminata que había emprendido desde su natal Honduras.


También me tocó ver otros lados de ese infierno. Los policías federales agredían psicológicamente a las personas, diciéndoles que la migra venía detrás, así como también les expresaban abiertamente su odio por “invadir la casa de nosotros los mexicanos”. También había unos hombres del grupo Beta del Instituto Nacional de Migración que, más que ayudar a los migrantes como se supone que deberían hacer, se encargaban de incentivarlos para que ellos cedieran voluntariamente a su deportación. Inclusive, pude presenciar que esos incentivos tuvieron éxito, que había un grupo de aproximadamente 12 migrantes que se subieron a una camioneta para su respectiva deportación mientras todos los demás gritaban “¡son unos cobardes!”. Asimismo, estos hombres del grupo Beta culpaban a la mujer que se me había acercado llorando por la desaparición de su hija porque consideraban que solo podía desaparecer a consecuencia de una irresponsabilidad de la madre. Mi enojo llegó al límite y tuve un intercambio de palabras con uno de esos señores que parecía que habían perdido el corazón.


Sin embargo, pese a toda la crueldad e inhumanidad que pude presenciar ahí, los migrantes me dieron una gran lección de heroísmo y de humanidad. Ellos no atacaron en ni un solo momento ni a la policía federal, ni al grupo Beta, ni a los migrantes que cedieron a las manipulaciones del grupo Beta, ni a ningún mexicano, ni a nadie. Ellos simplemente estaban resistiendo, estaban decididos a terminar su travesía y se empecinaron en que ese fuera su único objetivo. Ellos aguantaban todas y cada una de sus heridas, ni siquiera los niños tenían quejas ni desesperación por no haber comido. Los padres sabían que no tenía sentido exigir la justa alimentación de sus hijas e hijos, así que ellos mismos se encargaban de conseguir de la nada alguna especie de alimento para los suyos, ya sea algún mango, o cualquier otra cosa que fuese comestible.


Las mujeres y los hombres del campamento resistían a las amenazas, tenían miedo, pero se sobreponían a él. Todas y todos los que se encontraban ahí estaban comprometidos con todo el campamento y se respiraba un aire de confianza, se sabía que nadie traicionaría a nadie y que todos estaban dispuestos a acompañarse en su travesía hasta las últimas consecuencias.


Al final de ese día también me tocó ver que la gente que migraba había conseguido de quién sabe donde un montón de tela porque querían hacer una bandera de Honduras para representar su resistencia, su aguante, su voluntad de caminar y su amor por la gente que se vieron obligada a dejar para poder sobrevivir. La bandera representaba, no sólo su país y su origen, sino también su dignidad y su esperado futuro y destino.


El tercer día fue igualmente especial. Llegamos a Mapastepec y nos vimos con la sorpresa de que no había casi nadie en el campamento porque casi todos se habían ido a seguir su camino y, en ese intento, la policía los había detenido a casi todos (en números nos dijeron que la policía había detenido a 900 personas), por lo cual ya no quedaba casi nadie en el alberge.


También hicimos un intento por entrar a investigar más de fondo cómo estaban las condiciones del lugar, porque el primer día que habíamos ido no nos habían dejado ingresar. Sin embargo, los encargados de dar los permisos nos dieron largas y al final no nos dieron autorización.


Pese a todo, nos pudimos salir con la nuestra, porque los guardias de seguridad que se encontraban dando el permiso de entrada al lugar eran migrantes pagados y obligados a estar ahí, por lo que ellos sabían perfectamente qué estaba ocurriendo y, como si fuese una escena de alguna película de acción, nos contaron en secreto tras las rejas todo lo que pasaba.


Los hombres de la seguridad agachaban la cabeza y se cubrían la boca mientras nosotros cruzábamos las orejas por los huecos de la cerca que nos dividía, y así podíamos escuchar que habían instalado unos baños que no tenían agua, que había una epidemia de enfermedades en los niños, que a algunos los había robado la policía y que vivían en condiciones horribles. Inclusive, en un intento desesperado, nos dijeron que, si podíamos, que fuéramos a las 7 de la noche, hora en que se iban los policías, para que pudiéramos entrar y que en la mañana nos fuéramos temprano antes de que llegara alguien del Estado y se enterara. Ellos, al decirnos esto, implícitamente estaban aceptando el riesgo de ser golpeados, torturados o, inclusive, asesinados por los policías en el caso de que se llegasen a enterar y a ellos no les importaba, su necesidad de tener voz, su valentía y su sentido de solidaridad por los otros eran mucho más grandes.


Al final, después de que nos contaran todo eso y lo reportáramos teníamos que partir de manera inmediata a San Cristóbal de las casas, pues ahí terminaba nuestra labor, pero la sorpresa llegó cuando a la una de la tarde, mientras caminábamos hacia la estación de autobuses, vimos una gran multitud caminar hacia nosotros. Resulta que había coincidido nuestro regreso del refugio con la llegada de todas las personas que el día anterior habían estado en Escuintla.


Su llegada fue el acto más sublime que me ha tocado ver en mucho tiempo. La bandera que habían hecho el día anterior estaba hondeando al frente de toda la caravana. Las niñas y los niños iban agarrados de las manos de sus padres. La mujer que me había enseñado la herida de sus pies el día anterior, estaba llegando a Mapastepec cojeando después de una jornada de caminata de diez horas y media, pero ahí estaba resistiendo y aguantando. Los hombres que me habían descrito el día anterior sus tragedias ahora estaban exponiendo sus cuerpos frente al sol resplandeciente esperando llegar a esa meta que se habían propuesto el día anterior. Habían caminado unos 35 kilómetros pese a todos sus dolores y estaban dispuestos a seguir adelante unos días después.


Tras todas esas imágenes no me quedó ni una sola palabra que pudiera expresar todo lo que sentí y todo lo que viví. Mi aliento quedó seco. Mi espíritu quedó desbordado. Mis expectativas fueron rebasadas. Mis tragedias fueron superadas. Tras su espíritu de heroísmo y tras inigualable voluntad de vivir, descubrí que los migrantes no son nuestros enemigos, no son ladrones que buscan robarnos nuestras casas, son el ejemplo vivo de hasta dónde puede llegar la voluntad humana. Son nuestros hermanos mayores, nuestros maestros que nos dan luz de cómo le podemos hacer para caminar. Por todo ello, es por lo que creo que hoy en día los migrantes son mis héroes.


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