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Sobre la identidad y sobre “lo mexicano”

  • José Pablo Segura Román
  • 11 abr 2019
  • 12 Min. de lectura

Introducción


La historia de la humanidad lleva consigo una fuerte carga simbólica que reposa sobre la identidad del ser humano, es decir, sobre qué sí se es y qué no se es, ya que la humanidad se constituye y se ha constituido a partir de cómo se identifica a sí mismo y a partir de esta identificación es como constituye y ha constituido su propio mundo. Este pensamiento heracliteano ha acompañado a los más grandes filósofos, a los grandes pensadores de la historia y, sin embargo, nunca ha existido ni existirá una respuesta acabada, ya que la pregunta sobre el ser, o bien, sobre por qué somos y más bien no hay pura nada, tal y como cuestionaría Heidegger, es imposible de contestar, es el borde, el límite del pensamiento humano.


Dentro de esta indagación por la identidad humana, también ha sobrevenido una indagación sobre el ser social y, con el nacimiento del Estado-Nación, el ser social se ha identificado según la extensión de esta entidad. En el caso de México no hay una excepción sobre esta situación, pues pueden verse esfuerzos desde el siglo XIX por construir una “identidad nacional” dentro del territorio del Estado-Nación y pueden verse numerosos esfuerzos en personajes tales como Justo Sierra, José Vasconcelos u Octavio Paz por llegar al “ser del mexicano”.


Si bien, este texto no se escribirá según los cánones de la filosofía occidental, sí se tratará de darle la seriedad y dimensión filosófica al tema, pues no es poca cosa hablar hoy en día del tema de la identidad. Asimismo, se pretenderá hacer una crítica sobre lo que implica la “identidad nacional” y posteriormente se dará paso a hacer un análisis centrado más específicamente en la categoría de “identidad” como tal.


Primera parte: la identidad nacional


Para comenzar de lleno con el tema, comenzaría por hablar un poco de la historia que se tiene en común dentro del territorio nacional, para así, dar pie a establecer aquellas condiciones históricas frente a las cuales estamos atados. En primer lugar, es de vital importancia enunciar el acontecimiento desde el cual se funda la historia moderna de México, este acontecimiento es nada más y nada menos que la llegada de Colón a América en 1492 por medio de las tres carabelas españolas.


El hecho de ese encuentro fue el fundamento desde el cual se desprende la modernidad, ya que ahí se fundó el nuevo sistema-mundo que hoy se llama capitalista y se definieron los límites entre la interioridad y exterioridad de este mismo. Los “civilizados” provenientes de Europa eran la interioridad del sistema, mientras que “el indio” de América era la exterioridad, aquella cosa que estaba fuera y que tenía que ser subsumida o exterminada para la imposición del nuevo sistema-mundo.


Por medio de la producción de este límite de la modernidad es que se conforma el nuevo bloque histórico y se establecen las nuevas relaciones de poder; los europeos, que en el bloque histórico anterior eran la periferia del mundo y una población encerrada en la pequeña península asiática denominada como el continente europeo, descubren el Atlántico y logran huir de la invasión de los árabes, logran conquistar nuevas tierras, descubren y hurtan el oro americano y, así mismo, forman a una nueva clase social de vencidos con los indígenas[1] americanos.


Las nuevas relaciones de poder fueron, entonces, relaciones no solo entre clases sociales, sino también entre culturas, ya que una cultura se postró sobre la otra y utilizó a la “raza” y a la “sangre” como supuestas justificaciones para establecer relaciones verticales sumamente violentas que, como consecuencia, romperían el espíritu de los pueblos originarios que se verían a sí mismos como vencidos durante más de 500 años.


Además, por si no fuera poco, la violencia simbólica crecía cada vez más. Cuanto más poder tenía la Europa hegemónica, se ejercía más violencia sobre los símbolos que producían alguna especie de unión entre los pueblos originarios. Por ejemplo, cuanto más crecía la ciudad capital de la Nueva España y más poder obtenía la corona, más aplastada quedaba la tierra que alguna vez fue Tenochtitlán, aunque, tal y como diría Florescano (1997), la ciudad, al ser reprimida, como si fuese algún problema de la psique e identidad de la especie humana y la cultura mexicana, tendería a retornar de alguna forma.


Sin embargo, tras “los retornos del síntoma reprimido” la conquista ya estaba hecha y, así como ocurre en la biblia, que toda la humanidad quedó sellada por medio del pecado original, las colonias y los futuros Estados-nación americanos (especialmente los latinoamericanos), quedarían sellados por este acontecimiento inicial de la invasión europea en América.


México, tras haber vivido todo este proceso histórico, inicia una lucha de independencia en el año de 1810 y, tras once años de conflicto bélico, queda reconocido ante el mundo en 1821 como un Estado-nación “independiente”. Sin embargo, la independencia de este nuevo Estado quedó solo en el papel, ya que las prácticas neocoloniales británicas y estadounidenses, así como los intentos de colonización francesa hicieron de las suyas y dejaron al país vulnerable y dependiente económica y políticamente de las grandes y nacientes potencias.


La consecuencia de todo ello fue catastrófica, además del espíritu quebrantado tras los años de colonialismo español, en México se habían formado élites que le servían a los intereses extranjeros y buscaban adaptarse a las dinámicas del capitalismo que, tras la revolución industrial, se aceleraba cada vez de manera más violenta. Estas élites, para adaptar el país a los intereses extranjeros y para formar una nación unida ante el proyecto del gran capital, buscaron crear la idea de la “identidad nacional” y buscaron exterminar todo aquello que se le opusiera.


Claro está que, en México, los hombres que quisieron adaptar al país de forma más violenta a las dinámicas capitalistas y a la cuestión de la identidad nacional durante el siglo XIX fueron aquellos que estuvieron en el gobierno de Porfirio Díaz. Puede verse esto, por ejemplo, al darse cuenta que con el pretexto de crear una sola nación, se trató de acabar con las diferencias culturales entre indígenas y no indígenas, con el método genocida de “mexicanizar al indo”, o en palabras menos eufemísticas, exterminando todo modo cultural o personal distinto a aquél que le fuera funcional al Estado. Nos dice Rovichaux: “Justo Sierra, ministro de educación en el gobierno de Porfirio Díaz, propuso enseñar las lenguas indígenas a los maestros destinados a dar clases a los indios, con ‘el objeto capital de destruir’ estas lenguas” (Rovichaux parafraseando a Heath, 2007).


Sin embargo, el proyecto de la identidad nacional quería ir más allá, pues era un proceso de subsunción total de todas las subjetividades a una sola idea de “deber ser” impuesta desde los centros hegemónicos y, siguiendo esta línea, se estaba dispuesto a llevar a todas y todos por el mismo camino que indicara el “progreso” moderno, ya sea por las buenas o por las malas. Rovichaux narra, por ejemplo, que en Acxotla, Tlaxcala, había una escuela desde 1870 que cerraron tras la queja de los padres con las autoridades debido a que los maestros les pegaban a los alumnos si hablaban náhuatl (2007).


Así también, en este proceso de modernización progresiva y ya pasando al siglo XX, podemos hablar de que el proyecto nacional y de identidad nacional ya había emprendido vuelo y, por lo mismo, se continuó dando un proceso de “desindianización”, donde los indígenas, además de ser despojados de sus lenguas, fueron despojados de su nombre y de sus tradiciones culturales. Por ejemplo, podemos ver que en algunas comunidades, las personas cambiaban sus apellidos indígenas por apellidos españoles y, así mismo, en las actas oficiales, había un cambio del estatus de “indígena” a “campesino” (Rovichaux, 2007).


De ese mismo modo, también se comenzaron a hacer estudios antropológicos sobre la cantidad de indígenas que había en el país y, tal parece, que se hacían análisis que concluían en que cuanto menos indígenas, mejor, es decir, que el nivel de progreso del Estado-nación era inversamente proporcional a la cantidad de indígenas que hubiese. Recordemos que esta práctica genocida por medio de la cual se trató de exterminar a toda esta cultura se dio, además de por un proceso físicamente violento, por un trabajo de subsunción simbólica a través del Estado, donde se trataba de que la condición de los “indígenas” se transformara en la de “pobres”, “ciudadanos” y/o “campesinos”.


Para explicar mejor esta cuestión, es necesario entender qué es la subsunción. A esta, la podemos entender como el proceso por medio del cual un sistema hace que algo exterior a sí mismo se adhiera potenciando y haciendo crecer de esta forma al sistema mismo, por ejemplo, cuando unos padres van y adoptan a un niño, el niño que era anteriormente una exterioridad del sistema de una determinada familia se convierte ahora en miembro de la familia y, a partir del momento de la adopción, puede ser identificado como parte del todo y el todo ahora puede entenderse con una parte más a la que tenía antes, por lo que se hace mayor aunque siga siendo la misma familia. Asimismo, es interesante indagar en las implicaciones a las que lleva la subsunción por medio de transformar la diferencia y la distinción.


La diferencia y lo distinto no son lo mismo. La diferencia proviene de la totalidad del sistema, es decir, que es una parte de la totalidad que se distingue de otras partes que provienen de ella (Dussel, 1996). La totalidad, para entenderlo mejor, es aquello que se compone por medio de un fundamento y que, por tanto, pertenece a una parte del conjunto de cosas que provienen de ese fundamento (ibid.). Asimismo, el fundamento es lo que el ser es (premisa de Parménides), es decir, que es lo que indica la posición de la cual se desprende todo, por ejemplo, en Marx, el fundamento de la economía es el trabajo como tal, por lo tanto, el ser de la economía está en el trabajo (ibid.).


Lo distinto es aquello que es exterior a la totalidad y que, por lo tanto, no es parte de ese fundamento ni del sistema que se desprende de ese fundamento, es decir, lo distinto es aquella cosa de la realidad que va más allá del ser de una totalidad, por ejemplo, si la totalidad es el capitalismo, lo distinto al capitalismo es algo que no proviene del mismo fundamento (ibid.), tal y como puede ser el indígena.


Ahora, ya habiendo entendido lo que quiere decir subsunción, diferencia y distinción, se puede decir que el proceso de exterminio del indígena para que forme parte de la identidad nacional se da por medio de transformar la distinción en diferencia, quitando así el carácter de fundamento distinto del indígena incorporándole un fundamento (arkhé en griego) que alguna vez le fue ajeno y exterior y que ahora simplemente le es ajeno.


Entonces, con esto en claro, podemos decir que la identidad nacional es, desde el punto de vista de los indígenas, la imposición de un fundamento ajeno, o bien, de un primer principio que le da orden a todo su sistema. La identidad nacional no es más que un mecanismo de dominación; es enajenación, es subsunción, es muerte.


La identidad nacional es, pues, un proceso de violencia que tiene como fin establecer una estabilidad según un determinado fundamento (arkhé) que lleve a una homogeneidad social de carácter artificial. Para ello, para poder forzar las fuerzas sociales hasta esta determinada homogeneidad, es necesario reprimir el síntoma del origen de la dominación, es decir, es necesario neutralizar los síntomas que han aparecido en la historia nacional desde aquél 12 de octubre de 1492 ya sea, exterminando aquello que se resistió a ser incorporado como parte de la totalidad del nuevo sistema-mundo capitalista/colonialista y posteriormente, del sistema capitalista/Estado-nación; o bien, tratando de hacer que lo que alguna vez fue exterioridad se subsuma y se asuma como parte del sistema a partir de una subjetividad impuesta desde quienes dominan en las relaciones de poder, tal y como puede verse tanto en la lucha por los símbolos comunes que terminaron culminando en la imagen de la Virgen de Guadalupe (Florescano, 1997).


Segunda parte: La identidad


Habiendo entendido esto, sería necesario pasar a una última cuestión, tal y como se había comentado en la primera parte del texto, y esta es referente a la identidad como tal. Ya vimos, pues, que la identidad nacional sirve y ha servido como sistema de dominación desde la colonia hasta el siglo XIX y desde el siglo XIX hasta nuestros días. Sin embargo, toda esta crítica quedaría volando por los aires o perdería su sentido, si no pudiésemos identificar una crítica de carácter más ontológico, y es, no una crítica a solo la identidad nacional como tal, sino a la identidad como tal.


Como ya vimos, la idea de la identidad nacional en el caso mexicano ha causado muerte debido a que ha tenido que adherir a sí mismo a sujetos de la exterioridad del sistema por medio de mecanismos de violencia. Sin embargo, de primera impresión podríamos suponer que esto es debido a que la identidad fue impuesta de manera artificial y que si las cosas se hubiesen dado de alguna forma “natural” (si es que esto existe), la identidad habría sido sana y las cosas hubieran sido diferentes. Sin embargo, habría que analizar de qué trata la idea de la identidad.


Para comenzar, se podría decir que la identidad proviene del supuesto de que existe una esencia, pues la identidad es la suposición de que algo puede ser idéntico a sí mismo y, por lo mismo, identificable con alguna estructura fundamental e inmóvil, la cual desde Platón se ha llamado como “esencia”.


Ahora bien, si la esencia es aquella cosa fundamental, o bien, es el arkhé entendido como primer principio y como orden (Rancière, 2005), entonces debemos de dar por hecho que la identidad parte de un primer principio que está ajeno a toda crítica, por lo que existe una especie de estructura atemporal y ahístórica que justifica un orden y un modo de ser determinado.


Pero, habrá que preguntarse antes de asumir esto como verdad ¿de dónde salió esta idea de primer principio, salió acaso de la nada y fue una epifanía que se le reveló a los más sabios entre los sabios? La respuesta que nosotros queremos dar en este trabajo es negativa. Nietzsche ya nos dijo a finales del siglo XIX que esta clase de supuestos de un primer principio, o bien, de un mundo que es lo que debe ser y que está más allá del mundo sensible “mide el mundo con arreglo a las dimensiones creadas por él mismo: a sus ficciones fundamentales” (Nietzsche, 2000, §500) y que esto es, en realidad, una interpretación que se justifica únicamente en la voluntad de poder de quien domina, no en ninguna verdad total.


Pero, si asumimos esto como verdad y entonces consideramos que el orden no es orden por sí mismo, sino que es orden por una voluntad de poder, entonces podemos decir que lo que está previo al orden, o bien, al “principio”, no es más que un caos agónico, es puro azar y devenir, dado que dios -entendido como este primer principio y orden- ha muerto. En realidad, la realidad del principio del orden es que no tiene principio.


Ahora, si el principio del orden es que no hay principio, entonces podemos decir que no existe la esencia, es decir, que no existe aquél primer principio fundador de aquello que podría ser entendido como identidad y, por lo tanto, no puede haber una imagen de algo que sea identificable plenamente consigo misma.


Sin embargo, alguien puede preguntarse, “¿pero si no hay identidad, entonces cómo es que podemos identificarnos como un yo o cómo es que podemos saber que nosotros somos nosotros?” Pues bien, quizás la respuesta que se pueda dar por el momento sea que es por medio de una estabilidad contingente del sistema.


La estabilidad, dado su carácter contingente, no puede ser esencia, porque la esencia es contraria a la contingencia y, dado que no es esencia, tiene la condición de posibilidad de cambiar en cualquier momento, tal y como podría pasar cuando a alguien le da un brote psicótico y desestructurar su self. Del mismo modo, al ser la contingente la estabilidad de la estructura, podemos decir lo mismo de la identidad por lo que, en realidad, la identidad no es idéntica con nada meta-temporal o meta-físico que sea pleno de manera eterna o que sea un principio natural que funde las cosas. Por lo tanto y llevado esto a un campo más radical, significa que la identidad, al no ser idéntica consigo misma más allá del tiempo finito y del espacio finito, es pura casualidad o, inclusive, podría ser considerada como nada, ya que no existe ninguna estructura inmóvil que la sostenga. La identidad, así como todo lo sólido, se desvanece en el aire.


Una breve síntesis


En síntesis, tanto la identidad mexicana, así como la identidad en un terreno más abstracto son problemáticas. En la cuestión nacional, hemos visto que la formación de esta identificación con “lo mexicano” ha llevado, en sus dimensiones más radicales a la muerte de grupos enormes, particularmente en el caso de los indígenas. Asimismo, hemos podido identificar que la producción de la identidad nacional no es más que un artificio impuesto históricamente y que este artificio, así como fue impuesto, también es contingente. Por último, hemos visto lo que implica pensar desde el fundamento de la identidad y la esencia y, de esa misma forma, hemos visto que es posible deconstruir estos fundamentos y que se puede crear un futuro distinto, pues la realidad no está bajo el mando divino de nada ni de nadie, todo puede pasar.

Nota

[1] Indígena se entiende y se entenderá para todos los casos de este texto como a aquella condición de los pueblos originarios de América que viven o vivían en la exterioridad del sistema-mundo moderno/capitalista, no se entiende como una identidad o condición primera del ser de determinados sujetos.

Referencias

Dussel, E. (1996). Filosofía de la liberación. Buenos Aires: CLACSO. Recuperado de: http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/otros/20120227024607/filosofia.pdf

Florescano, E. (1997). El águila y el nopal y la Virgen de Guadalupe en la época colonial. México: Nexos

Nietzsche, F. (2000). La voluntad de poder. Madrid: EDAF

Ranciere, J. (2005). El odio a la democracia. México: Amorrotu

Rovichaux, D. (2007). Identidades indefinidas entre “indio” y “mestizo” en México y América Latina. Recuperado de: https://journals.openedition.org/alhim/1753#tocto1n5


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