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¿Sobre la identidad de “lo mexicano”?

  • José Pablo Segura Román
  • 8 may 2019
  • 15 Min. de lectura

Introducción


Hace no mucho tiempo había realizado un primer escrito que trataba el tema de la identidad mexicana y el tema de la identidad en una dimensión más general. El título que le había puesto a ese trabajo era “Sobre la identidad de ‘lo mexicano’” y la tesis central era que la identidad nacional ha sido un constructo social que ha servido para legitimar a las clases dirigentes y para oprimir, sobre todo, a los pueblos originarios. Asimismo, en ese primer trabajo se hizo una crítica entusiasta a la identidad hasta reducirla a “nada”.

En esta ocasión, realizaré una especie de continuación de este primer texto, tratando de entrar un poco más de fondo en la construcción de la identidad nacional y, con ello, hacer una crítica a la identidad, ya no reduciéndola a nada, sino más bien advirtiendo los peligros que ésta puede presentar. Por ello, el trabajo tiene exactamente el mismo nombre que el texto anterior, pero ahora está puesto sobre signos de interrogación, porque a estas alturas del partido la enunciación de “la identidad de ‘lo mexicano’” ya no se puede dar de una forma afirmativa sino únicamente interrogativa, ya que está siempre sujeta a crítica.


Este texto será realizado en diálogo con el gran texto de Maru Sánchez y Jorge Gómez Izquierdo titulado “La ideología mestizante, el guadalupanismo y sus repercusiones sociales”, algunas veces para compartir filiaciones y en otras ocasiones para debatir con el texto tan rico y sugerente que ellos han creado, pues sería de gran tedio y de muy poca utilidad terminar siendo una especie de comentarista del texto de otra persona y limitarse a solo “echar flores” al mismo. Sin más, pasaré de lleno a re-problematizar el tema de la identidad.


Primera parte: la identidad como concepto en duda


Contrario al primer texto realizado, en esta ocasión pasaré directamente a discutir directamente la identidad y, ya en un segundo lugar hablaré de los usos de ésta para la producción del “ser mexicano” en el imaginario nacional. La identidad, tal y como lo había sugerido antes, proviene de la suposición metafísica de la esencia. Cometo esto debido a que, si encontráramos a un sujeto buscando su propia identidad, no tendría modo alguno de encontrarla más que partiendo del supuesto de que tiene una parte dentro de sí mismo que es inmutable y que es lo que lo hace “identificable”, lo que lo hace “idéntico a sí mismo”. Sin embargo, ya en el texto anterior discutimos el asunto y se comentó que este principio inmutable, o bien, esta estructura atemporal y ahistórica (a la cual llamamos arkhé) no vino de una hipótesis proveniente de la iluminación divina, sino de la voluntad de poder de Platón que buscaba crear un mundo que representara lo perfecto para moldear al mundo según la imagen y semejanza, no del mundo mismo, sino del propio Platón.


La República de Platón sirve de ejemplo para demostrar lo anterior. En ese libro Platón busca justificar desigualdades en nombre de algo previamente determinado llamado “alma”. En una de las partes finales del famoso texto aparece una división de los tipos de alma para ver cuál es el alma inmortal y cuáles son las mortales con el fin de justificar los tipos de hombres que debe de haber en la República. Las almas mortales son dos: el alma concupiscente, la cual asigna a los avaros (que coincide que son los de las clases sociales más bajas), argumentando que esta alma es aquella de quienes se somete a los placeres carnales (Platón, La República, §581); y el alma irascible, que les asigna a los ambiciosos debido a que las características de esta alma son que es arrogante y, valga la redundancia, ambiciosa (íbid.). Finalmente considera el alma del filósofo como el alma inmortal y la deseada, debido a que es la de aquellos que pueden “saborear las esencias”, es la de aquellos que tienen la razón y por lo tanto son los únicos aptos para hacer juicios (ibid.).


Acá ya puede notarse algo sospechoso. El alma, o bien, aquella primera cosa que determina a las cosas es a priori a la existencia, pero, pese a ello, determina la esencia o identidad de lo que existe. Esto a su vez, quiere decir que la realidad es una tragedia y que estamos determinados a aceptar nuestro lugar asignado por el destino, por lo que no es necesaria ni la democracia ni la discusión de porqué mandan los que mandan, sino que simplemente toca asumir que eso fue asignado por el destino y que es parte de la identidad de la entidad social.


Que esta forma de pensar propuesta por Platón sea hasta hoy en día la forma hegemónica de interpretar la política y la identidad no es casualidad, ya que los gobiernos oligárquicos hasta nuestros días han querido hacer del mundo algo a su imagen y semejanza, tal y como lo hizo Platón. Mientras que el pueblo lucha por que el poder de gobernar sea ejercido para y por ellos, las oligarquías quieren gobernar sin ese pueblo, tienen un deseo de gobernar solo para ellos mismos, según lo que ellos identifiquen.


Esta forma fetichizada de vivir “la cosa pública” no es más que lo que Jacques Rancière llamaría “policía”, entendiendo a la misma como aquella forma que instituye el orden de lo sensible (es decir, aquello que refiere a qué se puede ver, qué se puede tocar, qué se puede decir, etc.) por medio de dispositivos de poder que interiorizan un modo de ser, el cual luego se nombra como “identidad”.


De ahí que radica el peligro de hablar en términos de la identidad, porque ésta, en su raíz platónica, es una policía interiorizada a un nivel psicológico por medio de la hegemonía dominante y por medio de la adquisición de las leyes ajenas como espíritu propio, así como de la transformación de lo jurídico en moral. Es, a fin de cuentas, el peso titánico de un Leviatán que aplasta las subjetividades y los cuerpos de las singularidades humanas para hacerlos engranes de una máquina.


En ese sentido, la identidad es una sobrecodificación policial, por lo que, seguir partiendo de esta categoría es devenir un policía en el sentido de devenir alguien que violenta el caos y moldea el mundo a su imagen y semejanza, excluyendo en este proceso a todo aquél que sea distinto, con la disposición de que, en última instancia, se puede exterminar con el uso de la violencia.


Ahora, la identidad también ha sido investigada y criticada por muchas otras personas, especialmente en el caso de las ciencias sociales. Lo interesante dentro de todas esas críticas es que hay una en particular que pretende quietarle el carácter esencialista al concepto y así poder usarlo para el análisis sociológico contemporáneo. Me refiero específicamente al trabajo de Maru Sánchez y de Jorge Gómez Izquierdo.


Para tratar de evadir este problema que plantea el concepto de identidad, ellos definen a la misma como:


El proceso de ubicación cognitiva, emocional y simbólica en el tiempo y en el espacio, ubicación que se va elaborando, deconstruyendo y re-elaborando a partir del reconocimiento y la diferenciación, y que es el mecanismo que permite procesar experiencias y acontecimientos (Gómez Izquierdo & Sánchez Díaz de Rivera, 2012).


¡Acá parece que hay una posible solución! ¡Qué alegría, en tiempos donde todo se vuelve líquido y toda verdad se esfuma por los aires parece que podríamos tener un concepto que sirve para hablar de una estructura fija! Sin embargo, yo me mantengo escéptico frente a esta definición y a continuación comentaré porqué.


Para los autores, en la primera parte que indica que la identidad es “el proceso de ubicación cognitiva, emocional y simbólica en el tiempo y en el espacio” (Gómez Izquierdo & Sánchez Díaz de Rivera, 2012) hay algo que se está dando por hecho y que yo no obviaría: que el comienzo de la identidad es un momento racional, como si se tratase de un momento equiparable al ¡Ego cogito, ergo sum! Yo pondría esto en duda ya que, así como hay un subconsciente antes del consciente, también creo que hay un momento anterior a la razón que identifica a un “yo” con un algo en el tiempo y en el espacio. Por así decirlo, la identidad pasa por un proceso que es pre-histórico o pre-identitario. Antes de identificarse racionalmente como un “yo soy tal o cual” hay un acto de fe en que la razón que supone la forma de mi ser está en lo cierto y esa fe proviene de una acción irracional, de unos impulsos previos que podrían provenir del deseo, o bien, de los afectos, de aquello que repudiamos, que nos agrada, que nos desagrada, que hemos experimentado y que no hemos vivido. En pocas palabas, la identidad no tiene su base en el proceso de ubicación cognitiva, sino en un proceso de impulsos de los cuales solo podemos fiarnos por medio de la fe.


En cuanto a la segunda parte de la definición, que refiere a la identidad como una: “ubicación que se va elaborando, deconstruyendo y re-elaborando a partir del reconocimiento y la diferenciación, y que es el mecanismo que permite procesar experiencias y acontecimientos” (Gómez Izquierdo & Sánchez Díaz de Rivera, 2012) es de verdadera admiración el esfuerzo que se hace por reconocer la diferencia dentro de un concepto que tiende a ser totalmente cerrado, pero me parece que continúa vigente el peligro que existe desde Platón, y es que pareciera que no hay de otra más que subsumirse a una identidad para “procesar las experiencias y acontecimientos”. De esta forma la identidad sería lo inevitable, el principio inmóvil del cual partir para procesar las experiencias y los acontecimientos y yo preguntaría ¿no es peligroso suponer que por medio de la razón es como se procesan las experiencias y los acontecimientos? ¿No sería casi un retorno a la filosofía previa al descubrimiento del subconsciente y del inconsciente? ¿no suponer a la identidad como primer principio es pensar como si todo se desprendiera de un UNO y después viniera lo múltiple y, por lo tanto, la multiplicidad no quedaría reducida a más que la parte de un UNO cayendo así en una contradicción? ¿no será que, contrario a lo que se piensa, la ausencia del fundamento es una posible salida a la enfermedad del nihilismo y pesimismo de la época en tanto que existe la posibilidad de pensar más allá del fundamento y, de esa forma, nos hacemos responsables de construir nuestra propia historia? Las respuestas por el momento quedarán en el aire, pero la hipótesis es que, cuando las respuestas toquen suelo, serán afirmativas.


Segunda parte: el problema de la identidad como problema nacional


Pese a que en los autores encuentro que puede ser discutida la definición que se tiene sobre la identidad y he expresado mis putos al respecto (con esto no digo que la identidad esté mal definida, sino que la definición tiene implicaciones peligrosas), puedo reconocer que brindan mucha luz sobre cómo es que la identidad ha creado, particularmente en los grupos indígenas una dominación histórica desde la conquista hasta nuestros días. Quizás yo insistiría no en que el problema haya sido en que la identidad fue mal implantada o en que la identidad ajena fue lo que causó el problema, sino que, precisamente, el plantear la situación histórica y social en términos identitarios, llevó a sus inevitables consecuencias de producción de una exterioridad, de producción de muerte de esa exterioridad, de jerarquizar por castas o por razas a los grupos sociales en México, etc.


Con esta tesis en mano, es que, ahora sí, se puede comenzar a hablar de lleno de cómo es que en la historia de México ha influido el pensar en términos de identidad. En un primer plano, podemos imaginarnos los primeros años de La Nueva España, donde comienza la lucha de la supervivencia por parte de los indígenas, y comienza la lucha de conquista y colonización por parte de los españoles. En esta primera línea trazada en la historia no había forma de diálogo, sino de conflicto, no había forma de interactuar socialmente por el lenguaje porque tanto en el idioma, como en las cosmovivencias, así como en los contextos, la situación en un lado y otro eran completamente diferentes.


Para poder “asociarse” (acá asociarse es un eufemismo para “pelear por el dominio de uno sobre otro”), la única opción que había era crear códigos de la manera más primitiva posible, es decir, por medio de la violencia física y enseñando aquellas cosas que nos ayudarían a demostrar que “unos son más capaces de mandar que otros”. Luego, a partir de la construcción de estos códigos y a partir de la victoria de los españoles sobre los grupos indígenas, inicia la etapa de tomar todas las multiplicidades y acomodarlas a lo UNO, es decir, de hacer a todas las partes a imagen y semejanza de los dominantes o, en su defecto, poner a las clases dominantes como la imagen a la cual se debían de asemejar los grupos dominados. Este proceso se llamaría “sobrecodificación”[1], que, por cierto, es el punto clave para construir una identidad en tanto que solo una sobrecodificación permitiría la que podría llamarse “una producción en masa de sujetos” (en tanto sujetados y subjetivizados) ya que dentro de un campo no-sobrecodificado todavía puede haber desbordes, tales como los juegos del lenguaje que rompen con el orden identitario[2].


En el campo de la historia, podemos identificar este momento de sobrecodificación a partir del mestizaje. Ahí fue donde se dio la carga ideológica para la transformación de las subjetividades a la imagen de lo UNO en la que tanto insisten las oligarquías de carácter nacional e internacional (tal y como lo hacía Platón). En otras palabras, la ideología del mestizaje es la ideología que ha funcionado para la producción de la identidad nacional.


Es de resaltar que esta metodología de producción de una identidad nacional fue, además de un mecanismo de control de las clases sociales muy exitoso, una ideología que tuvo mucho éxito en convertirse en sentido común ya que, según las descripciones que nos proporciona el texto de La ideología mestizante, el guadalupanismo y sus repercusiones sociales hasta las mismas clases dominadas encarnadas en los indígenas comenzaron a practicar el autodesprecio y la autodenigración, así como comenzaron a pensar el mestizaje como algo natural y sus rasgos culturales como síntomas de decadencia y atraso frente a los rasgos de, primero los españoles, y luego los mestizos.


Esto quiere decir que, si nos ponemos a mirar cuidadosamente, la identidad influye dentro del campo de la ideología, es decir, que la identidad es una forma de ver y de pensar el mundo que tiene sus complejidades, que tiene raíces casi imposibles de arrancar y que se quedan plasmadas en la historia. Así como una forma de penetrar en el campo ideológico puede ser por medio de la lucha de los géneros o por medio de la lucha de clases, también se puede penetrar desde la lucha por la identidad, considerando que esta última no es solo entre una identidad “a” o una identidad “b” o una identidad “c”, sino también entre si dejarse subsumir en el paradigma identitario o no, o bien, hasta dentro de qué limites es tolerable.


Por ello, por la pertenencia de la identidad al campo de la ideología, es que en ella recae el peso de instituciones que lidian mucho con la producción de la moral y del sentido común de alguna época en concreto. Por ejemplo, en la colonización, el cristianismo pasó de utilizar la pureza en el seguimiento del credo como mecanismo de integración, a la pureza de la sangre y depuración de esta (Gómez Izquierdo & Sánchez Díaz de Rivera, 2012) para justificar las desigualdades sociales a partir de una ideología mestizante.


La identificación de la superioridad de una raza sobre otra fue, desde entonces, aquella doctrina ideológica que se defendería a capa y espada por las instituciones desde donde se producen y mantienen las relaciones de dominación de unos sobre otros. De ahí, que fuese variando la forma de construir la identidad nacional según los intereses de las oligarquías, pero siempre manteniendo en común que a quien le iba a tocar ser el oprimido sería al indígena.


El indígena se identificó desde una dimensión estética como “lo feo”, desde una dimensión moral como “lo malo” y, en lo contrario a esas connotaciones negativas, se encontraba la aspiración a la blanquitud como “lo bello” y “lo bueno”. Esto hizo que las identidades dibujaran bordes entre aquello que el sistema deseaba y aquello que no deseaba por lo que esto invitaría a realizar prácticas de exterminio justificadas en nombre de esta metafísica de los valores morales y estéticos que se inclinaban siempre por los blancos ya que, claro, esa metafísica no era más que el disfraz de una voluntad de poder blanca.


Con la llegada del siglo XIX y, con ello, la independencia nacional y la revolución industrial que aceleraba el proceso de acumulación capitalista la identidad nacional no perdió su vigencia, sino que se reconfiguró a los nuevos modos de organización sociales. Apareció en el campo de la ideología el darwinismo ilustrado y el neomalthusianismo, por lo que ahora las razas se justificaban en nombre de la ciencia y se veía “científicamente” la naturaleza de estas desigualdades. Es decir, que con el siglo XIX la ciencia fue cómplice de la producción de la identidad, dando a ésta como un supuesto natural, es decir, partiendo de nuevo de los principios de Platón como puntos indiscutibles.


Sin embargo, ocurre una novedad: en el siglo XIX ya no se hacía apología del blanco europeo, sino que la identidad nacional trató de borrar la herida histórica enalteciendo a los mestizos, poniéndolos como la superación de las contradicciones sociales. Sin embargo, como ocurriría lógicamente, esta identidad nacional del “mestizo” obligaba a “mestizar” a la población, pues los que no eran tales, eran símbolo de atraso, eran la encarnación del conflicto no resuelto desde la conquista, y de ahí que el gobierno mexicano se dio la tarea de acabar con el problema de los indios por medio del método de quitarles sus códigos identitarios de “indios” y asignándoles los de “ciudadanos”.


Quizás podríamos pensar ahora, ¿entonces hay una identidad justificada que sea la de los indios o una no justificada que sea la de los ciudadanos? Yo respondería que no, que también hay peligros en la identidad indígena. Más bien, yo pensaría que no se trata de ser sobrecodificados por unos códigos en vez de otros, sino que se trata de que no nos arrebaten esos códigos que nos sean funcionales para la reproducción de la vida y que tampoco totalicemos a los mismos, ya que, de lo contrario, se convierten en una especie de dios al cual le debemos servir en vez de que nos sean herramientas que nos sirvan para dialogar con los otros.


Retomando la cuestión histórica, en el siglo XX se encrudecieron las amenazas frente a los indígenas. La política del Estado mexicano llevó al plano de política nacional el proceso de eugenesia sugerido desde el siglo XIX, se realizó un proceso de biopolítica donde se comenzó a administrar la vida y la muerte de los ciudadanos y se dio paso a una formulación de amigo/enemigo entre indígenas y mestizos. Por ello, en el siglo XX toman fuerza los discursos de “mejorar la raza mexicana” y se buscaba “mestizar a los indios”, especialmente en la época de Lázaro Cárdenas y José Vasconcelos.


La identidad se convirtió en una obsesión del Estado mexicano, buscó hacerse una sola cosa para poderse identificar a sí misma y comandar el rumbo del país sin contrapesos. Esto quiere decir que lo que se buscaba era “gobernar sin pueblo”, ya que se buscaba borrar la diferencia cultural que este mismo representaba y se buscaba producir, de esa manera, una ciudadanía homogénea que tuviese los mismos símbolos comunes y en donde los símbolos representaran exactamente lo mismo para todos. Hasta la virgen de Guadalupe, símbolo por excelencia del “pueblo mexicano” comenzó a blanquerse y mestizarse cada vez más y pasó, de ser una virgen indígena, a convertirse prácticamente en una mujer blanca.


Asimismo, la escuela funcionaba como método de adoctrinamiento de los indígenas para que se “mexicanizaran”, obligándolos a hablar español y obligándolos a “ser mexicanos”. Con esto se quiso exterminar en el nivel de lo real, de lo imaginario y de lo simbólico toda forma de vida de las comunidades indígenas.

La identidad mexicana funcionó como herramienta ideológica de control, de exterminio, de muerte, pero, pese a ello, sigue hasta hoy en día como la ideología hegemónica. Hoy mismo vemos ese extraño patriotismo que aspira a la mestización y a enaltecer caracteres culturales que representen la “unión de dos mundos” en, por ejemplo, la gastronomía con los chiles en nogada, la arquitectura con la iglesia de Santa María Tonantzintla o en la religión con la Virgen de Guadalupe. Sin embargo, pareciera como que nadie se da cuenta de los peligros totalizantes que representa el asociarse en términos de identidad, y más todavía, en términos de identidad mestiza o identidad nacional.

Conclusión


La identidad, como ya vimos, representa una parte de la ideología que, por su carácter totalizador y por su inevitable rechazo a la diferencia, al carácter nómada del ser humano y a la posibilidad de ser más de una sola cosa a la vez, opera como elemento de sobrecodificación. Esta sobrecodificación a su vez es un elemento de dominación, ya que totaliza los códigos sobre las subjetividades y, en vez de promover las multiplicidades, tiende a incorporarlas a lo UNO.

En México la identidad nacional no ha sido algo distinto, por el contrario, ha sido un elemento que ha sido utilizado para violentar las subjetividades de las culturas dominadas, para esencializar a distintos grupos y asignarles grados de superioridad o inferioridad y, en consecuencia, la identidad ha sido cómplice de un racismo que hasta hoy en día se encuentra vigente en la cultura mexicana.

Las alternativas para la construcción de otros mundos posibles necesitan partir de otra lógica, necesitamos dejar vivir los códigos de los otros, tales como son los códigos de los indígenas, y necesitamos exceder aquellas barreras ideológicas que nos limitan a identificarnos como “ser mexicano”. Los prejuicios que se hacen para simplificar esas esencias o identidades son eso, puros prejuicios que reducen las capacidades humanas y la originalidad que tenemos cada uno de nosotros.

Si bien, el mexicano se identifica como el mestizo y es mestizo es un arquetipo identitario, tocaría hacer, como labor revolucionaria, romper esos arquetipos y transformarnos en otra cosa, estar siempre en movimiento. Así como las mujeres del EZLN se salieron de aquellas sobrecodificaciones que se les asignaban a las mujeres indígenas, nosotros como partes de la humanidad podemos ser nómadas y salirnos de aquellas ataduras que nos implica la identidad y, especialmente, la identidad nacional. Ya no se trata de hacer una nueva identidad, sino de estar en diálogo con las diferencias, devenir esas diferencias y transformarnos permanentemente a partir de ellas. Se trata de crear cosas nuevas, de crear mundos nuevos, de transformar lo que hoy es en cosas que podrían llegar a ser.

Referencias

-Platón (sin fecha). La República. Recuperado de: https://www.um.es/noesis/zunica/textos/Platon,Republica.pdf

-Gómez Izquierdo, J. & Sánchez Díaz de Rivera, M. (2012). La ideología mestizante, el guadalupanismo y sus repercusiones sociales. Puebla: Universidad Iberoamericana Puebla



Notas

[1] Como una aclaración importante, la identidad puede entenderse solo en términos de sobrecodificación, hacer codificaciones comunies para hacer, por ejemplo, un lenguaje y de ahí un modo cultural no es una identidad. Por lo tanto, no toda asociación de códigos ni toda identificación con esa asociación de códigos es identidad, esto solo ocurre cuando los códigos exceden y definen por ellos mismos la condición de una persona.


[2] El mejor ejemplo en la actualidad lo ha dado el feminismo, deformando el lenguaje y reinventándolo más allá de los códigos identitarios del idioma español.


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