top of page

Hacia una ciencia jovial como ciencia-política

  • Luis Manuel Segura Román
  • 24 ene 2019
  • 14 Min. de lectura

No somos de aquellos que llegan a pensar sólo entre libros, ante el estímulo de libros —estamos habituados a pensar al aire libre, caminando, saltando, ascendiendo, bailando, de preferencia en las montañas solitarias o muy cerca del mar, allí en donde hasta los caminos se vuelven pensativos. Nuestras primeras preguntas para valorar un libro, un hombre y una música son: «¿puede caminar?, aún más, ¿puede bailar?» ... Leemos rara vez, pero no por eso leemos peor —oh, cuán rápido adivinamos cómo ha llegado alguien a sus pensamientos, si es que lo ha hecho sentado ante el tintero, con el vientre oprimido, la cabeza inclinada sobre el papel […]

Estos fueron mis sentimientos cuando terminé de cerrar un libro bien compuesto, erudito; estaba agradecido, muy agradecido, pero también aliviado... En el libro de un docto casi siempre hay también algo oprimente, oprimido: en algún lugar se hace presente el «especialista», su celo, su seriedad, su rabia, su sobreestimación del rincón donde él se sienta y urde, su joroba —todo especialista tiene su joroba. Un libro de un docto siempre refleja también un alma retorcida[1].

Frecuentemente se presume que la ciencia es posible porque sus objetos de estudio descansan sobre leyes inmutables, fundamentos positivos y últimos, estructuras centradas, estables y estáticas; que es posible porque está permeada de necesidades lógicas o porque ella misma es vehículo de alguna. Pero subordinar la ciencia a esta lógica, que es la lógica del arkhé (como principio, en su doble sentido de origen y fundamento), es constituirla como prisionera de su rey y su ley; es hacer de ella un rechazo científico de la política, es decir, hacer de ella una ciencia policial. Y si el arkhé no es sino un falso ídolo que, como anunciaba Nietzsche, ha muerto, ¿acaso la ciencia se vuelve imposible? Mi argumento será justo lo contrario: es precisamente la ausencia de arkhé lo que la hace posible. Y este carácter meramente contingente de la ciencia no es una anomalía, una perversión, una debilidad o una enfermedad que debe ser curada, sino la condición primera de su jovialidad política; no sólo de la ciencia, sino de cualquier pensamiento considerado, siguiendo a Fleck, como colectivo. Pero la jovialidad se mueve sin garantías: es precisamente lo que hay que crear, contra el régimen usual del pensamiento experto. La ciencia queda entonces penetrada por la pura contingencia del desacuerdo político que multiplica infinitamente sus problemas.


El molesto murmullo político que se cuela en la ciencia pretende modificar no tanto las razones científicas sino, como dice Stengers: “la manera en que se presentan las razones de los que discuten[2]”. Pretende, en este caso, trazarle a la ciencia líneas de jovialidad. Y para ello será preciso pensarla a partir de sus consecuencias tomadas por secundarias, con todo el riesgo asumido de malinterpretar y pasar por alto muchas cosas, pero esperando que las declaraciones expuestas en este ensayo puedan dejar tras de sí alguna solución, o por lo menos algún problema, “aunque éste sólo sea el problema de la racionalidad del problema[3]”.


Lo primero que habría que decir es que la ciencia no es apolítica ni hace cortocircuito cuando se enfrenta con la política. Más bien tiende a ser constantemente despolitizada por el fantasma del pensamiento puro y del puro pensamiento, con su obsesivo afán de ser estrictamente objetivo y en clave universal-neutra. Pero el supuesto saber universal, o lo supuestamente universal del saber, que presume ser un principio igualitario, termina formando relaciones desiguales entre ‘quienes saben’ ese universal, al que supuestamente nada escapa, y ‘quienes no lo saben’; y como dice Stengers, “es siempre una mala idea designar un englobante para lo que se niega a ser englobado […], en el sentido en que una trascendencia tendría el poder de exigirle a lo que diverge que se reconozca como una expresión meramente particular de lo que constituye el punto de convergencia de todos[4]”. Así que lo que consigue ese gesto totalizante no es la igualdad universal del saber, sino la desigualdad en cuanto tal: la desigualdad de la distribución jerárquica de posiciones y lugares respecto de la ciencia; la desigualdad que tiende a eliminar “todo lo que ha sido descalificado, despreciado, destruido, mientras que triunfaba el ideal de racionalidad[5]”. Y la ciencia deviene, de este modo, policía.

La policía no es solamente la fuerza represiva de los gendarmes con cachiporras, sino el orden que determina la partición de lo sensible, la división y distribución de las propiedades, los títulos, las funciones, los escenarios y los cuerpos. Más precisamente, citando a Rancière:


La policía es, en su esencia, la ley, generalmente implícita, que define la parte o la ausencia de parte de las partes [...], es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones […]; es un orden de lo visible y lo decible que hace que […] tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido. [...] La policía no es tanto un disciplinamiento de los cuerpos como una regla de su aparecer, una configuración de las ocupaciones y las propiedades de los espacios donde esas ocupaciones se distribuyen[6].


La ciencia policial es lo que reprime la ciencia y también lo que es suprimido de ella. Y esta ciencia es sobre todo la de los especialistas, la de los expertos; la de aquellos que, si ocupan posiciones de prestigio y poder en el mundo de la ciencia, no puede ser sino porque cuentan con un título positivo para estar ahí; la de aquellos cuya práctica, nos dice Stengers, “no se ve amenazada por el problema que está en discusión[7]”. Esa ciencia pugna por apartar de ella a quienes no la hacen; y para ello, no cabe duda, es preciso demarcar los criterios que determinarán su adentro y su afuera a partir del principio fundado en la decisión experta de lo que es científico y lo que no lo es. Y ese procedimiento despótico marca una jerarquía y el orden de una subordinación entre aquello que se dice que cuenta para ser escuchado científicamente y aquello ante lo cual hay que hacer oídos sordos.


El problema no es la ciencia, sino el cientificismo que la captura y la convierte en un sutil dispositivo policial. “El problema no son los saberes […], sino la pretensión que los redobla: los que se saben se presentan como pretendiendo saber lo que saben, como capaces de saber independientemente de su situación[8]”. El problema es que, como dice Rancière: “La inteligencia [...] producida por un sistema de dominación nunca es otra cosa que la inteligencia de ese sistema[9]”.


Contra la ciencia policial de los expertos custodios de las leyes, fundamentos y verdades últimas, debemos esforzarnos para que la ciencia pueda devenir más bien política, como práctica de un desacuerdo que disputa el orden y la orden que dicen que la ciencia es cuestión de saber experto, asunto exclusivo de científicos y para nada incumbencia colectiva. Así que la incuestionabilidad del saber y el poder expertos son lo primero que hay que poner en cuestión para responder, según Stengers, a la pregunta política por excelencia: “¿quién puede hablar de qué, quién puede ser el portavoz de qué, representar qué?[10]”.


La concepción policial de la ciencia funciona maravillosamente para que los expertos encuentren un principio cómodo bajo el cual disimular su exacerbada contradicción con quienes no hacen ciencia, de tal modo que queda resuelto: si la ciencia no consigue imponer su legitimidad, es a causa de la ignorancia y la incapacidad de los inexpertos. Y ese principio permite a los expertos exorcizar la vieja aporía: ¿cómo puede la ciencia gobernar a quienes no la entienden? Mientras haya incapaces que obstruyan los caminos de la ciencia, tal como los asnos y caballos obstruían calles de la república platónica, habrá necesidad de expertos capaces que expliquen su incapacidad.


Las voces irracionales de quienes no hacen ciencia son entendidas, por los policías de la ciencia, como la mera aprobación que dan a quienes están calificados para guiarlos, a quienes tienen título para opinar: los expertos. Si se piensa que se puede hacer perfectamente ciencia sin que los ignorantes metan las narices, puesto que por su sola presencia obstaculizan el juego, ya sea porque lo retrasan o porque su natural inconsciencia lo sabotea; si se piensa que la ciencia es tanto más pura y perfecta cuanto menos incompetentes participen en ella; o si se piensa que simplemente los incapaces no pueden hacer ciencia, entonces no debe haber ninguna vacilación: hay que apartarlos. Con esto se revela la gran aspiración policial de la ciencia experta: hacer ciencia sin política, callando a los inexpertos, impidiéndoles hablar y, cuando hablan, hacer como si nada hubiesen dicho o como si su palabra no fuera más que un ruido de fondo. Pero no existe ciencia alguna absolutamente presente al margen de la política. “Sí, hay ciencia, pero ésta va, sin embargo, eligiendo los capítulos de sus amplias posibilidades, por opciones políticas[11]”.


La ciencia es ciencia porque elige políticamente acarrear ese título, dividiéndose de aquello a lo que priva de portar su insignia. Así que éste no es un mero título positivo, origen de todo lo científico, sino también el nombre de una negatividad aparentemente irresoluble: la separación y autoexternalización de un colectivo consigo mismo. Toda definición positiva de lo que cuenta como ciencia deja manifiesto el carácter polémico de aquello que la definición misma distingue, suprime y niega. Y mientras el adentro de la ciencia puede preguntarse por sus criterios internos de demarcación científica, el afuera, situado al margen de una ciencia que lo excluye, ha de preguntarse: ¿por qué estamos afuera?, ¿por qué no somos ciencia?, o bien, ¿por qué somos no-ciencia?


La ciencia depende de algo que la excede y se le escapa: su otredad, su diferencia no científica en la cual se cuela el desacuerdo político que, antes de ser el conflicto de toda medida de los saberes y los títulos de tal o cual parte, se refiere a la existencia de las partes como partes, a la existencia, dice Rancière, “de una relación que las constituye como tales[12]”. El desacuerdo supone una disputa sobre la palabra y su cuenta, sobre la existencia de un escenario común y sobre las propias partes que están presentes en él. No hay desacuerdo simplemente porque las partes, gracias al privilegio de su palabra, ponen en discusión sus intereses. “Las partes no preexisten al conflicto que nombran y en el cual se hacen contar como partes. La ‘discusión’ […] no es un intercambio -ni siquiera violento- entre interlocutores constituidos. Concierne a la misma situación verbal y a sus actores[13]”. Los sujetos no están más constituidos que los objetos y los escenarios de la discusión, y su argumentación es al mismo tiempo creación de un mundo donde lo que dicen cuenta como argumento; ya que, como afirma Rancière, “la discusión sobre lo que quiere decir habla constituye la racionalidad misma de la situación de habla[14]”. Los sujetos que el desacuerdo pone en juego no son entidades a las cuales les ocurre como por accidente tal o cual distorsión, sino sujetos cuya existencia misma es el modo de manifestación de esa distorsión, de ese desacuerdo como relación modificable entre partes y como modificación incluso del terreno sobre el cual se libra.


Así que la ciencia no tiene objetos, sujetos o escenarios que le sean propios, consustanciales. Nada es propiamente científico. Las mismas estrellas observadas por Hubble pueden ser también pensadas astrológicamente, y la sífilis bien puede ser pensada científicamente. La ciencia es puntual, situada, disputable, inestable y hasta precaria, porque no tiene un espacio asegurado, sino que debe configurarlo. En otras palabras, la ciencia es siempre polémica, y la oposición entre su adentro y su afuera tampoco es un simple enfrentamiento de dos términos: sus criterios de demarcación se convierten en gritos de guerra.


La parte sin ningún título científico queda fundada como la parte que no tiene parte en la ciencia, poniendo de manifiesto la distorsión fundamental de una ciencia policial que se simboliza expulsando a la mayoría a la noche del silencio o el mero ruido. La ciencia también puede devenir-imperialista: “¡Esta es la dependencia cultural práctica! ¡Esto pasa en filosofía y en todas las ciencias![15]”.


Pero afortunadamente nunca hay límites realmente claros entre lo que es ciencia y lo que no. No hay contornos marcados por sistemas de protección, murallas levantadas y postes e insignias indicadoras, sino fronteras inestables, trazos borrables, mapas orientados hacia la experimentación y en los cuales cualquier punto puede ser una entrada y una salida. Los propios puntos de referencia están en movimiento. No hay criterios de demarcación científica claros y plenos. La ciencia está también penetrada por su propia negatividad que, en términos de Laclau-Mouffe, “no logra el estatus de transparencia, de presencia plena[16]”. Y es por ello que puede ser perturbada, porque no logra ser completamente interna respecto a sí misma; es decir, “tener una identidad plenamente constituida que no es subvertida[17]”.


Mediante el procedimiento del desacuerdo, quienes no contaban en la ciencia pueden hacer lo impensable: disputar otro orden, “otra división de lo sensible al constituirse [...] como seres parlantes que comparten las mismas propiedades que aquellos que se las niegan. [...] En síntesis, se conducen como seres con nombre[18]”. La parte que no tiene parte en la ciencia puede tomar la palabra que no tiene y distorsionar su orden policial, abriendo de este modo una capacidad de enunciación que no era identificable. Y sólo de esa distorsión política puede surgir una ciencia jovial, que haga ver lo que no tenía razón de ser visto y haga escuchar un discurso allí donde sólo tenía lugar el silencio o el ruido.


¿No significa esto precisamente el enfrentamiento de la ciencia con la prueba de una ausencia de fundamento positivo y último, de una indeterminación radical? ¿No significa la posibilidad de una apertura jovial de la ciencia, en ausencia de arkhé y sin más marcadores de certeza que el simulacro? ¿No significa que también la ciencia arrastra el fantasma de su propio desequilibrio secreto y perturbador del cual no está nunca exento: que no tiene otro fundamento que la pura contingencia de todo orden, ni aritmético ni geométrico, sino an-árquico? Son precisamente la precariedad y la vulnerabilidad de su estructuración expuesta e inestable las mejores cualidades de la ciencia, y no “la mentira que inventa […] un arkhé a la comunidad[19]”. Sólo así puede la ciencia devenir-política y, por tanto, jovial.


La ciencia deviene política cuando la contingencia interrumpe el orden de las cosas y deja ver la revelación brutal de la anarquía sobre la que descansa. No hay en ella nada que no pueda ser subvertido; y a partir de esta afirmación entramos, como diría Nietzsche, “en el campo de la poesía, de las hipótesis[20]”. Pero el fundamento último de la ciencia, ¿se perdió? ¿A dónde ha ido?

¡Nosotros lo hemos matado —vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! ¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo fuimos capaces de beber el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos continuamente? ¿Y hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos sofoca el espacio vacío? ¿No se ha vuelto todo más frío? ¿No llega continuamente la noche y más noche? ¿No habrán de ser encendidas lámparas a mediodía?[21]

¿O no más bien ha de suceder lo contrario? ¿No puede ser la muerte del fundamento último un motivo de alegría? ¿No puede afirmarse jovialmente la irreferencia al centro en lugar de derramar lágrimas por su ausencia? “¿Por qué tendría uno que hacer su duelo del centro? ¿No es el centro, la ausencia de juego y de diferencia, otro nombre de la muerte?[22]”


La ciencia está viva porque está en movimiento. Dejarla quieta, ponerle un anclaje absoluto a un fundamento último, trascendental, total, central, irremplazable y sustraído a la metáfora y la metonimia, como una especie de pronombre invariable que se pudiese invocar, es dejarla morir como una ciencia cadavérica y momificada, con olor a bálsamo y a sepultura, llena de desconfianza y experiencias nocivas que destruyen su jovialidad. ¿Y es que no podemos arreglárnoslas sin algo fijo? Ya decía Nietzsche que la voluntad de verdad podría ser una oculta voluntad de muerte: ¡querer tomarlo todo desde una idolatría tan pesada hacia el factum, ocultando el carácter creativo detrás de lo creado!


La ausencia de arkhé en la ciencia no determina en modo alguno una carencia, sino una apertura activa, artística, jovial, política. No consiste en un abandono de la ciencia, ni hace de ella un sinsentido, una pérdida de tiempo o un vano esfuerzo; sino muy por el contrario, se traduce en un compromiso científico aún mayor que juega sin seguridad y se experimenta con alegría. Renunciar a los métodos fáciles y garantes no nos incita en absoluto a renunciar al trabajo, sino a esforzarnos todavía más, pero sin preocuparnos ya por ese viejo libreto unitario que hace de la ciencia una policía oculta.


No hay una medida común que permita intercambiar las posiciones de los colectivos de pensamiento. “No hay unidad, ni siquiera para abortar en el objeto o para ‘reaparecer’ en el sujeto[23]”. Los colectivos no coinciden nunca plenamente con su cuenta o ausencia de cuenta, ni siquiera si su cuenta es científica: no se dirigen bajo una aritmética militar.


El devenir-jovial de la ciencia, que es siempre una labor política, no significa solamente afirmar la posibilidad de cualquiera de decir que piensa científicamente (aunque no plenamente), sin escandalizarnos; significa también la posibilidad de cualquiera de decir no piensa científicamente, sin escandalizarnos tampoco. Significa que no ser científico no es motivo de bullicio, ni ser científico es un imperativo. Significa la ausencia de requisitos y títulos para hablar, y que la tendencia cientificista de acaparar la esfera del pensamiento y despolitizarla, o de situarse al abrigo de la política, queda destronada.


La ciencia jovial ha de saber señalizar la desaparición de su centro excedido para poder centrifugarse, descentralizarse; ha de saber voltear su aguijón hacia sí misma; ha de saber subvertirse a sí misma para devenir política y hacerse vida; ha de saber derrocarse a sí misma como principio de legitimidad. Y ese derrocamiento no es una experiencia incómoda ni un motivo de odio o tristeza más que para quienes están habituados a ejercer el magisterio del pensamiento, para aquellos cuyos argumentos no tienen que ser discutidos, pues emanan del conocimiento del estado objetivo de las cosas, cuestión de saber experto y no de elección colectiva. Pero para quienes, a la inversa y “contra la tentación, tan poderosa, de tomar posición en nombre de lo que autoriza la cuenta[24]”, saben compartir con cualquiera el poder igual de la inteligencia, disputando la capacidad de los incapaces, la competencia de los incompetentes y el “murmullo del idiota, […] tan fácil de ignorar debido a que no es posible ‘tomarlo en cuenta’, debido a que el idiota no propone nada que ‘cuente’[25]”; para quienes hacen audible lo que no tenía razones de ser escuchado, hacen visible lo que no tenía razones de ser visto y hacen importar aquello que no importaba en la cuenta policial; para ellos y para ellas el derrocamiento de todo principio último de legitimidad científica puede suscitar coraje y, por tanto, alegría: “como una nueva y difícilmente descriptible especie de luz, felicidad, alivio, regocijo, reanimación, aurora[26]”. Aunque eso sí, nada garantiza ser lo suficientemente fuertes para afirmar jovialmente la ausencia misma de garantías.


La ciencia jovial, como ciencia que ha devenido-política, pone a los curiosos y a los expertos en el mismo estrato y abre la posibilidad, como dice Stengers, “de que el murmullo del idiota tenga respuesta[27]”. Ya no guarda con celo sus secretos, sino que anima el desacuerdo sin considerar jamás una cuestión como agotada; pues, al fin y al cabo, para que se produzca algún efecto de pensamiento es preciso hallar puntos de desacuerdo, que siempre nos pueden subvertir y que también pueden ser ellos mismos subvertidos.


Si algo podemos concluir es que no hay conclusión definitiva: la ciencia nunca está definitivamente cerrada, sino que, como a Nietzsche, “finalmente el horizonte se nos aparece libre de nuevo, aun cuando no esté despejado; finalmente podrán zarpar de nuevo nuestros barcos, zarpar hacia cualquier peligro[28]”. Alegrémonos, porque hemos salido eficaz y discretamente de la clausura de la ciencia.


Notas

[1] F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, Venezuela: Monte Ávila, 1985, §366

[2] I. Stengers, “La propuesta cosmopolítica”, en Revista Pléyade, n. 14, México, CAIP, 2014, p. 26

[3] L. Fleck, La génesis y desarrollo de un hecho científico, España: Alianza, 1986, p. 85

[4] Stengers, op. cit., p. 22

[5] Ibid., p. 35

[6] J. Rancière, El desacuerdo, Buenos Aires: Nueva Visión, 1996, pp. 44-45

[7] Stengers, op. cit., p. 37

[8] Ibid., p. 25

[9] Rancière, El odio a la democracia, Buenos Aires: Amorrortu, 2012 pp. 137-138

[10] Stengers, op. cit., p. 20

[11] E. Dussel, Filosofía Ética Latinoamericana 6/III. De la Erótica a la Pedagógica, México, Edicol, 1977, p. 217

[12] Rancière, El desacuerdo, pp. 40-41

[13] Ibid., pp. 41-42

[14] Ibid., p. 9

[15] Dussel, op. cit., p. 217

[16] E. Laclau y Ch. Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 172

[17] Ibid., p. 151

[18] Rancière, El desacuerdo, p. 39

[19] Ibid., p. 31

[20] Nietzsche, La voluntad de poder, Madrid: EDAF, 2000, §476

[21] Nietzsche, La Gaya Ciencia, §125

[22] J. Derrida, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas” en La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989, p. 405

[23] G. Deleuze y F. Guattari, Mil Mesetas, Valencia: Pre-textos, 2002, p. 14

[24] Stengers, op. cit., p. 37

[25] Ibid., p. 33

[26] Nietzsche, La Gaya Ciencia, §343

[27] Stengers, op. cit., p. 40

[28] Nietzsche, La Gaya Ciencia, §343

Bibliografía

Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Mil Mesetas, Valencia: Pre-textos, 2002

Derrida, Jacques, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas”, en La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989

Dussel, Enrique, Filosofía Ética Latinoamericana 6/III. De la Erótica a la Pedagógica, México: Edicol, 1977

Fleck, Ludwik, La génesis y desarrollo de un hecho científico. Traducción de Luis Meana, España: Alianza, 1986

Laclau, Ernesto y Mouffe, Chantal, Hegemonía y estrategia socialista, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2004

Nietzsche, Friedrich, La Gaya Ciencia, Venezuela: Monte Ávila, 1985

La voluntad de poder, Madrid: EDAF, 2000

Platón, Diálogos, IV. República. Traducción de Conrado Eggers Lan, España: Gredos, 1988

Popper, Karl, Conjeturas y refutaciones, España, Paidós, 1991

Rancière, Jacques, El desacuerdo, Buenos Aires: Nueva Visión, 1996

-El odio a la democracia, Buenos Aires: Amorrortu, 2012

Hemerografía

Stengers, Isabelle, “La propuesta cosmopolítica”, en Pléyade, n. 14, México, CAIP, 2014 pp. 17-41


Comments


Entradas destacadas
Entradas recientes
Archivo
Buscar por tags
Síguenos
  • Facebook Basic Square
  • Twitter Basic Square
  • Google+ Basic Square
bottom of page