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Ayomide

  • José Pablo Segura Román
  • 27 jun 2019
  • 6 Min. de lectura


Mi madre, de nombre Yeji, se despedía de mí. Me encontraba en las costas al occidente de mi amada África, en un pueblo yoruba en la tierra que los hombres blancos llamaron Nigeria. Mi nombre hasta ese entonces era Ayodele, nombre que, por cierto, mi mamá me había puesto con mucho amor porque decía que mi nacimiento le había regresado la alegría a nuestra casa.


Yo vivía muy cerca del río Níger en una casa muy pequeña que había construido mi padre, mi madre y los vecinos tiempo atrás. En ella recuerdo que yo me refugiaba de la lluvia pese a los grandes huecos que se encontraban en el techo, por donde se escurría el agua a cántaros. También recuerdo que, por esos mismos agujeros, yo acostumbraba en las noches para asomarme y ver las estrellas que, según mi madre, eran hechas por el dios creador de todo, Olodumare.


Yo nunca fui muy creyente, pues recuerdo que de pequeña rezaba muy fuerte a todos los dioses para que nunca se llevaran a mi papá, pero una noche, cuando tenía unos cinco años, llegaron los hombres blancos para arrebatármelo. Recuerdo que esa noche yo dormía y me encontraba abrazando a mi muñeca Abeni cuando se escucharon unos ruidos muy fuertes y me desperté para ver qué pasaba. Me di cuenta rápidamente que todo ocurría en el lugar donde dormían mis papás y que habían entrado cuatro o cinco hombres que iban a lastimarlos.


Yo estaba muy asustada, pero los hombres estaban muy distraídos con mis padres y no se dieron cuenta de que yo estaba ahí. Recuerdo que mi mamá notó que me asomaba entre las vigas de madera que separaban nuestros respectivos cuartos y me dijo con la mirada que me fuera inmediatamente de ahí. Yo, por supuesto, corrí desesperada hasta donde se hacía grande la maleza y los árboles me ocultaran porque tenía miedo de que me fueran a matar.


A la mañana siguiente me llevé una gran sorpresa. Al parecer, no solo mi casa, sino toda la aldea, había ardido en llamas y nos habíamos quedado en un abrir y cerrar de ojos, sin nada. Me llevé otra impresionante sorpresa al darme cuenta de que se habían llevado a todos los hombres (excepto a los ancianos y bebés) y que solo había mujeres adultas, por lo que en ese momento sentí un gran temor en el cuerpo.


Recuerdo que por ese entonces y pese al miedo, yo tenía la ingenua esperanza de que, por lo menos mi papá, se habría escondido y regresaría para estar conmigo y con mi mamá que se encontraba malherida en la cabeza y entre sus piernas, pero pasaron las semanas y no fue así.


Después de eso todo se hizo triste y advino un gran desconsuelo en nuestro corazón. Para ese entonces ni siquiera los ancianos tenían ánimo de rezar por nosotras ni por los hombres que habían raptado y las niñas no querían jugar más conmigo ni con nadie porque preferían quedarse en sus casas con su mamá. Por ello, mis únicas amigas desde ese momento eran mi muñeca Abeni y mi madre.


Habían pasado varios meses ya desde que todo eso había sucedido y las cosas habían cambiado. Nos encontrábamos prácticamente solas Abeni, mi mamá y yo, aunque mi madre conservaba todavía a sus amigas y eso le había ayudado a no estar tan sola como yo me sentía. Las casas nuevas estaban ya terminadas y reconstruidas por nosotras, pero habían quedado más pequeñas de como eran antes, supongo que en el caso de nuestra casa no se sentía tanto la diferencia porque ya no estaba papá y en proporción las dimensiones de la casa eran iguales para mi entre antes del incendio y ahora. También le había crecido durante esos meses la panza a mi mamá, al parecer yo iba a tener a un hermanito o a una hermanita.


Un día yo me quise dar una escapada de mi nueva realidad y me fui a nadar al río. Me encontraba con Abeni jugando a ver quién aguantaba más tiempo debajo del agua cuando de repente escuché un ruido raro del otro lado. En un primer momento pensé que se trataba de un animal y no le hice mucho caso, al fin y al cabo, no pensaba que algún ser humano se fuera a cruzar por ese lugar tan solitario y donde no había más que yerbas y árboles. Sin embargo, me había equivocado.


No pasaron más que un par de minutos en lo que salieron de la maleza una multitud de hombres iguales a los que se habían llevado a mi papá unas semanas atrás. Yo, por supuesto, sentí un gran escalofrío y me fui corriendo para avisar a mi aldea, dejando a Abeni flotando en el río. Cuando llegué, todas se asustaron y no sabían qué hacer. Unas, dentro de las cuales se encontraba mi madre, decidieron huir para el otro lado de donde se encontraba el Níger para esconderse y probar suerte. Otras decidieron tomar algunos palos para defenderse y tratar de disuadir a los invasores.


El desenlace fue tan terrible como me lo había imaginado. Las mujeres que tomaron los palos no pudieron oponer mucha resistencia frente a las armas de los hombres blancos, que tenían mosquetones y fusiles con bayoneta, por lo que muchas de ellas dieron, en ese momento, su último aliento. Por su parte, muchas de las mujeres que habían huido del otro lado del río fueron encontradas y los soldados, agarrándolas de los cabellos, las amarraban y se las llevaban con ellos.


Yo solo lloraba en el busto de mi madre mientras presenciábamos todo desde nuestro escondite, hasta que uno de esos hombres movió las hojas que nos cubrían y nos encontró. Por un segundo mi corazón se paralizó y mis lágrimas pararon de brotar de mis ojos. Por una fracción de segundo había olvidado la tragedia y me había quedado impactada de ver por primera vez un rostro blanco de tan cerca. No olvidaré nunca esa mirada fría que no expresaba más que su ausencia de alma y tampoco olvidaré esa cara tan rígida que solo podía provenir de una persona que no había experimentado nunca el amor.


Fue entonces que ese hombre me tomó por la fuerza y me separó de los brazos de mi madre, quien desconsoladamente trató de hacer algo. El hombre la golpeó y cuando había sacado el cuchillo para matarla, vio con detenimiento el rostro y el vientre de mi madre y al parecer la reconoció. El hombre paró por un minuto y dejó a mi mamá inconsciente en el suelo para, de ahí, proseguir con mi captura.


Por una parte, yo sentí un poco de alivio de que mamá fuera a sobrevivir, pero también comencé de nuevo a quebrarme en llanto, no por el horror de la escena, sino porque pensaba en que probablemente sería la última vez que iba a ver a mi madre y en que había olvidado a Abeni en el río.


El hombre me llevó junto con todo el grupo de invasores y junto con otras mujeres, la mayoría jóvenes o niñas como yo, a las mazmorras de una pequeña ciudad en la costa. Durante todo el viaje, y durante todo el tiempo que estuve ahí, no nos daban más que un solo sorbo de agua por la mañana y otro por la noche, además de que teníamos que pasar la vergüenza de hacer nuestras necesidades ahí mismo, en el piso del lugar donde dormíamos.


Pasamos ahí cerca de tres días cuando en una mañana los hombres nos sacaron encadenadas a la playa para subirnos a un barco. Yo tenía el corazón apagado, pero de pronto apareció una mujer pidiendo súplicas a los soldados para acercarse a nosotras. ¡Era mi madre! Quien había hecho lo imposible para averiguar dónde estaba pese a que se encontraba en un estado físico deplorable.


Los soldados, me imagino que, por haber sentido vergüenza de ella, le dieron autorización para acercarse a nosotras mientras era acompañada por uno de los soldados. Cuando mi mamá llegó a donde yo me encontraba parada, me besó y me abrazó, me dijo que estaba feliz porque yo, la única alegría que le quedaba en este mundo estaba bien y se encontraba viva. Yo sentí su voz como una daga en mi pecho y le di un abrazo largo que para mí no duró más de un breve instante. Mi madre vio que estaba triste y que me encontraba preocupada porque no sabía qué pasaría en mi futuro, por lo que me lanzó una sonrisa y me dijo «hijita amada, me di cuenta que olvidaste a Abeni y que pensabas irte sola en este viaje» yo no entendí sus palabras pero mi madre, de pronto, se rasgó una parte de las vestiduras que traía puestas y con su talento innato para la creatividad y con un poco de hilo que tenía, me hizo una pequeña muñequita que me dejó en la mano mientras decía: «ella es Ayomide, la pequeña hermanita de Abeni. Ella te acompañará a donde vayas. En ella se guarda todo mi corazón». Yo recibí a la muñeca en mis brazos y le di un último beso a mi madre después de que ella tocaba mi cabello crespo por última vez. Mi madre, de nombre Yeji, se despedía de mí.


Finalmente, los soldados nos separaron, se llevaron a mi madre lejos de ahí y a mí me subieron al barco, miré a Ayomide, la apreté con fuerza con mi mano y volteé a ver por una última vez la tierra que me había visto nacer. El día se encontraba soleado y el ruido de la gente se iba perdiendo cada vez más entre el sonido de las olas y el barco que se adentraba cada vez más en altamar.


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