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Yoísmo de la modernidad y la cuestión sexual

  • Luis Manuel Segura Román
  • 22 feb 2018
  • 10 Min. de lectura

El capitalismo no es una etapa de la modernidad, sino su modo de producción. Así que es observable cierto desarrollo del yo moderno a partir de las nuevas relaciones productivas y sociales que surgen del capitalismo como rasgo constitutivo de la modernidad. Y de manera más contundente, desde la industrialización. Este proceso moderno de construcción-constitución de nuevos sujetos es lo que trataré como el yoísmo de la modernidad.


Como ya lo veía Marx, la introducción de las máquinas en los procesos productivos implicó una subsunción del trabajo vivo por el trabajo muerto en vez de un potenciamiento al primero por el segundo. Se subordina la fuerza de trabajo autónoma a la vinculación con la máquina bajo el mando del capital, y se le quita la iniciativa al trabajador; se vuelve un simple apéndice de la maquinaria y la actividad burocrática. Este modo de administrar a la gente como si fueran cosas hace que el yo moderno industrializado se descubra alienado y extrañado, primero en los procesos productivos y, posteriormente, en la misma vida (como veremos más adelante); no se reconoce plenamente como yo, sino como un yo subsumido. Trabajar bajo el mando y capricho de otro desarrolla un proceso de extrañamiento al trabajo y a lo trabajado. Citando a Eric Fromm en “El arte de amar”:


El hombre se convierte en ocho horas de trabajo, forma parte de la fuerza laboral, de la fuerza burocrática de empleados y empresarios. Tiene muy poca iniciativa, sus tareas están prescritas por la organización del trabajo [...] Aun los sentimientos están prescritos: alegría, tolerancia, responsabilidad, ambición y habilidad para llevarse bien con todo el mundo sin inconvenientes. Las diversiones están rutinizadas en forma similar.


Los valores de la sociedad industrial moderna (intelectualización, cuantificación, burocratización, cosificación...) no son principios hacia la vida, sino hacia lo mecánico y muerto. Esto provoca que el sujeto moderno industrializado ya no goce de la vida en sus múltiples manifestaciones, sino que poco a poco sólo de la mera agitación. Vamos tomando los estremecimientos de la emoción como las alegrías de la vida, y vivimos con la ilusión de que estamos mucho más vivos cuantas más sean las cosas que poseamos y usemos. Dice Fromm, “Nuestra actitud hacia la vida se está haciendo cada vez más mecánica. Nuestro propósito principal es producir cosas, y en el proceso de esta idolatría de las cosas nos convertimos en mercancías. A los individuos se les trata como números”. La cuestión es si las personas somos cosas o seres vivos. La actitud hacia lo vivo es ahora meramente intelectual-pragmática y abstracta... de interés en las reglas estadísticas de masas.


Este nuevo yo moderno prefiere a lo mecánico e inorgánico manipulable que a la vida misma. Nos vemos cada vez más fascinados por dispositivos; nos interesamos cada vez más en tomar el control de unas máquinas en lugar de tomar parte de la vida. Buscamos encontrar felicidad y amor oprimiendo botones… Qué obsesión nos hemos hecho por oprimir.


El yoísmo de la modernidad se comienza entonces a desarrollar desde un incremento de la coerción ideológica ejercida por el aparato estatal y social sobre los nuevos sujetos históricos y sociales. Esta subjetivación que hace el capitalismo moderno parte de la “necesidad” de crear nuevos tipos humanos conforme a los nuevos tipos de producción y trabajo. Porque “no se trata sólo de conservar el aparato productivo tal como es en un momento dado; se trata de reorganizarlo para desarrollarlo paralelamente al aumento de la población y de las necesidades colectivas” (Gramsci). Por eso los cambios en las condiciones sociales dan cambios a las costumbres culturales; se construyen y constituyen recíprocamente. Estas tendencias requieren formaciones de nuevos sujetos que se adapten a los nuevos modos de producción. Cada individuo adopta la dinámica del aparato productivo. Por lo que, si bien la industrialización es el fetiche técnico, hay que analizar la ideología que genera; la cultura de los nuevos sujetos: el yoísmo como dirección de subjetivación ideológica y de los propios deseos e impulsos hacia la productividad. De este modo se da entonces lo que llama Gramsci adaptación psicofísica a la nueva estructura industrial.


Una parte fundamental de esta nueva subjetivación constituyente de la modernidad es la cuestión sexual como obstáculo difícil de manipular hacia la supresión de la voluntad personal. Por eso se crea un nuevo mito sobre la sexualidad como mera animalidad que hay que reglamentar. Pero no se difama al sexo por el sexo, sino para quebrantar la voluntad humana; pues el deseo sexual es, según Fromm, “una expresión de independencia”. Comienza así la difamación del sexo con fines (in)morales o de “salud”. Nos comenzamos a sentir culpables por practicar nuestra sexualidad, volviéndonos más sumisos e involuntarios. Se reconfigura la sexualidad como práctica morbosa para crear una nueva moral sexual que se pretende volver ideología estatal y cultural, correspondiendo a los nuevos métodos de producción y a los modos de vida modernos. No ocurre entonces esta re-concepción de la cuestión sexual como iniciativa de preocupación por la “humanidad” o “espiritualidad” de los trabajadores, sino por la adecuación de las prácticas sexuales al mundo de la producción y el trabajo. Su fin es el de conservar en los sujetos industrializados modernos un cierto equilibrio psicofísico fuera de los procesos propiamente productivos, para evitar así un colapso de este carácter en el trabajador exprimido por los nuevos métodos de producción y ahora reproducción. Así que esta búsqueda por mantener la constante eficiencia de los trabajadores pasa del plano estructural de la producción al supererstructural de la ideología y el autodisciplinamiento moral; aparecen las formas modernas de biopoder y biocapital[2]. “También el complejo humano de una empresa es una máquina que no debe ser desmontada”. Se vuelve entonces evidente la función económica de la reproducción.


La racionalización de la producción requiere una paralela racionalización del modo de vida a nivel de reproducción social. Por lo tanto se racionaliza incluso la sexualidad como función reproductiva y como deporte; donde el ideal estético de la mujer juega entre el papel de creadora (de nueva mano de obra) y juguete para el hombre “cazador de tentaciones”. Antonio Gramsci nos presenta un muy expresivo proverbio popular durante la época del fordismo-taylorismo: “Quien no tiene nada mejor, se va a la cama con su mujer”. Esta estruendosa oración expresa tanto los ideales machistas modernos que presentan a la mujer como un accesorio del hombre trabajador, que no tiene una vida propia fuera de su papel de servidora hogareña para el varón; así como también manifiesta los valores capitalistas de priorización del trabajo sobre las relaciones interpersonales: la mujer es constituida como el premio de consolación del no emprendedor. Se da así una función sexual mecanizada, “una nueva forma de unión sexual sin los colores deslumbrantes del oropel romántico propio del pequeñoburgués y del bohemio holgazán”. Mientras el hombre industrial sigue trabajando, “su mujer” se convierte en un mamífero de lujo[3]. Ya mostraba Antonio que “los concursos de belleza, los concursos para el personal cinematográfico, el teatro, etcétera, seleccionan la belleza femenina mundial y la ponen en subasta, provocando una mentalidad de prostitución, y la trata de blancas se efectúa legalmente para las clases altas”. Dentro de todo esto hay una fractura psicológica constituyente de la subjetivación moderna a partir de la industrialización y el industrialismo.


Estos nuevos modos de vida subordinados a la producción propugnan la monogamia heterosexual formalmente estable para que el hombre trabajador no desperdicie sus energías en la búsqueda excitante e irracional de la satisfacción sexual ocasional (y, claro, mucho menos en la práctica de amar). La cuestión sexual pasa así a moverse de manera cronometrada por la automatización productiva, donde su racionalización es parte de un disciplinamiento psicofísico (tanto coercitivo como persuasivo) para las nuevas condiciones de trabajo y vida que desarrolla el proceso moderno industrializado e industrializante.


El trabajo obsesionante y el creciente disciplinamiento de las prácticas sexuales provocan evidentes crisis y desenfrenos del impulso sexual, tales que llevan a un reconfigurado mercado sexual: la prostitución como lugar de desahogo de la normativización reglamentada del hecho sexual. Entonces el puritanismo laboral se descarga en las soluciones orgiásticas de satisfacciones corporales: el sexo desenfrenado, el alcohol, las drogas… se vuelven los placebos del yo moderno-capitalista. La práctica de amar se convierte en mera sexualidad, y esa sexualidad se practica a manera de crisis de humanidad (el sexo desenfrenado, por ejemplo, es un impulso por violar los tabúes sexuales en intentos de rebelión dirigidos a restaurar la propia libertad; “pero volar los tabúes sexuales en sí no nos hace gozar de mayor libertad; la rebelión se ahoga, por decirlo así, en la satisfacción sexual… y en el consiguiente sentimiento de culpa […] Los tabúes producen obsesividad y perversiones sexuales, pero éstas no producen libertad).


Así como se aceleran la disciplina y el orden productivo, también se racionaliza lo re-productivo. En general se adecúan las costumbres culturales a las necesidades del trabajo en el ordenamiento de la producción; no se puede desarrollar un cambio en la estructura sin transformar asimismo la superestructura que le da cohesión a nivel ideológico-imaginario.


El dinero que corre por el mundo es capitalista, y “detrás del dinero corre el modo de vida y la cultura”. Por eso los procesos productivos desarrollan una nueva civilización que se adapte a sus instancias; y por tanto se forma un nuevo tipo de yo. La cultura y el modo de vida modernos, el yoísmo y la subjetivación identitaria por la producción se formó no esencialmente desde los grupos sociales condenados, sino desde aquellos que crearon, por imposición y esfuerzos propios, las bases materiales de ese nuevo orden. La industrialización no es un mero proceso productivo aislado, sino que crea todo un nuevo tipo de civilización que “demuestra la existencia de la más desenfrenada y feroz lucha de una parte contra la otra”.


Ocurre también, en este proceso de yoísmo de la modernidad, una cosificación del sujeto ya no colectivo, y por ello también un nuevo modo de relaciones sociales por medio de la conformidad y la necesidad de intercambio de los sujetos. Esto provoca una ruptura en los vínculos intersubjetivos. Dentro de este proceso yoísta nos forzamos a vivir con la ilusión del individualismo, de que hemos llegado a donde estamos como resultado de nuestros propios esfuerzos, y que "simplemente sucede que nuestras ideas son iguales a las de la mayoría". El consenso evidencia la correlación de "nuestras" ideas. El yoísmo de la modernidad constituye así una identidad de las abstracciones que predica el ideal de la igualdad no individualizada, porque necesita átomos humanos para funcionar en masa, suavemente, sin fricción; todos obedeciendo las mismas órdenes pero convencidos de que seguimos nuestros propios deseos. Así como la moderna producción industrializada requiere la estandarización de la mercancía, su proceso yoísta requiere la estandarización humana. El lema publicitario "es diferente" demuestra esa patética necesidad de diferenciación que, como muchas más cosas a causa de la modernidad, está en peligro de extinción. Entonces viene la masa de todos esos “únicos y especiales” idénticos.


También el ideal cultural de que nuestra condición social es resultado de nuestras propias capacidades individuales es expresión e instrumento del yoísmo como rasgo identitario constitutivo de la modernidad y del sujeto moderno. Surge una fuerte mediatización con directriz hacia el sentimiento de autoculpabilidad para dejar de lado que en realidad estamos insertos en procesos históricos y complejos que se nos echan encima. El individuo moderno tiene que elegir racionalmente sus modos y recursos de existencia. La frase publicitaria tú puedes (o el famoso just do it de Nike) es expresión de esa individualidad que nos presiona gritándonos “¡haz un esfuerzo! porque tu situación es resultado de tus propios resultados individuales”. El sujeto de este proceso yoísta es la abstracción del yo no anti-social; sino a-social (con alfa privativa). Y este es el objeto privilegiado de la economía política moderna: el sujeto que se valoriza a sí mismo. Entonces el yoísmo moderno se desarrolla cuando se comienza a ver al sujeto como propietario o consumidor privado. No somos autónomos, sino subordinados al capital y al mercado.


En estos procesos modernos se manipulan los gustos e intereses de la gente para hacer de ella no sólo los máximos productores, sino también grandes consumidores. El intelecto y el carácter se mutilan en pruebas de selección productiva y social. Se busca al hombre y a la mujer autómatas; al “homo consumens”; al “homo mechanicus”. Se controla la moralidad de los trabajadores y consumidores; se crea un nuevo tipo de trabajador y de humano. Se apuesta a las actitudes maquinales y automáticas que destruyan la participación activa de la inteligencia de los trabajadores en los procesos productivos; eliminar su iniciativa y reducirla a operaciones productivas de aspecto meramente físico-maquinal. Así es como el trabajador moderno pierde su relativa autonomía laboral basada en el saber hacer, y el nuevo método se vuelve la repetición, y la calidad se vuelve cantidad.


Y ocurre también una nueva noción de libertad individual como resultado de condiciones históricas de división social. Esta libertad individual se da por la moderna mecanización automática de actos: si producimos como respiramos –automáticamente-, el cerebro se libera; se libera de pensar. Esa es la preocupación en los industriales por la libertad individual. Somos los libres “gorilas amaestrados” (Gramsci) que, mientras produzcamos lo que la cadena productiva quiere, podemos tener nuestra mente en donde queramos; siempre y cuando se quede ahí, en su propio topos uranus mental.


El yoísmo de la modernidad pone al yo en el centro fundamental de toda práctica. Sin embargo, este proceso no se da para todos, sino sólo para el sujeto moderno. Así, por ejemplo, es más complicado buscarlo en los excluidos de la modernidad, en la subalternidad como lugar común de acumulaciones de lo negativo de la modernidad: en la colonialidad. En el yoísmo de la modernidad se da una constitución del otro como mediación del proyecto moderno. La modernidad y su yoísmo se construyen y constituyen desde el otro; pero desde hacer del otro colonia de mi yo. Porque mi yo no se infla desde sí mismo (pues su grandeza como forma aparente no se compara consigo misma), sino que necesita de otra cabeza a la cual pisar (y por lo tanto aplastar) para verse más grandote. Esa cabeza es la del otro (y otra, por supuesto; con todos esos procesos de equidad de género que felizmente lograron integrar a la mujer a los mismos procesos de explotación que el hombre industrial).

Por eso el yoísmo de la modernidad se constituye desde la conquista ontológica: hace de su propio desarrollo una lucha por quitarle el ser al otro, a la otra. El proyecto de la modernidad y el desarrollo de su yoísmo implican subalternidad y colonialidad.


Así que, ante todo esto, para convertir en libertad lo que hoy es necesidad, es ineludible la ruptura teórica con la dominación y la subordinación ontológica (que incluye también una epistemológica) de la modernidad yoísta. Hay que re-hacer sistemas de vida originales. Volver a hacer colectividad desde eso que tenemos de común: que todos somos en colectivo. Partir del reconocimiento del otro no como alguien ajeno, sino como cualidad (y no cantidad) de lo colectivo del cual formamos parte. Para esto es necesaria la politización ya no sólo como germen incipiente, sino como fruto; pero también como tronco.


Superar la modernidad requiere superar su yoísmo, a su yo: a nosotros.


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