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Progreso y redención revolucionaria: un pensamiento situado en los oprimidos y las oprimidas de nues

  • Luis Manuel Segura Román
  • 22 feb 2018
  • 11 Min. de lectura

Nuestra historia no es un camino escalonado hacia un progreso que llegará. La historia de Nuestra América, desde que fue en-cubierta (y no des-cubierta), ha sido, fuertemente, una historia de ruinas. Pero las ruinas quedan en el tiempo mientras no sean enterradas, y nos reclaman ser reconstruidas, redimidas. Con razón, creemos que el futuro es incierto; con memoria, sabemos que el pasado es real. Por eso, para que la revolución sea real y no incierta, es preciso comprometernos con los y las oprimidas del pasado, más que con las especuladas generaciones futuras. El tiempo revolucionario es tiempo de redención.


Redención no es exhumación de sentimientos de culpa, no es un liberador moral. La redención está relacionada con la felicidad. Dice Walter Benjamin: “en la representación de felicidad vibra inalienablemente la de redención”. Redimir es precisamente realizar una felicidad que cita a todas las que no pudieron realizarse, porque fueron aplastadas, oprimidas.


Y lo mismo ocurre con la representación de pasado, del cual hace la historia asunto suyo. El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos.


No sólo tenemos la responsabilidad de redimir al pasado, sino la posibilidad: de ahí el derecho que el pasado tiene de reclamarnos por la flaca fuerza mesiánica que nos ha dado, de reclamarnos para que nos comprometamos a redimirlo, a realizar una felicidad que cite a las que no lo lograron. Este compromiso requiere que nos preguntemos, ya no sólo ¿por qué perdimos?, sino ¿cómo ganamos? Requiere que pasemos del dolor a la esperanza, y de la esperanza a la felicidad; por eso, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos.


Más allá de los nacientes a esperar están los muertos y las muertas a redimir. Asumirnos como ‘salvadores’ del futuro en vez de como redentores del pasado oprimido, es cortar los nervios de nuestra fuerza mejor, porque esa fuerza se alimenta “de la imagen de los antecesores esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados”.

Si hay una generación que debe saberlo, esa es la nuestra: lo que podemos esperar de los que vendrán no es que nos agradezcan por nuestras grandes acciones sino que se acuerden de nosotros, que fuimos abatidos. La revolución rusa sabía de esto. La consigna "¡Sin gloria para el vencedor, sin compasión con el vencido!" es radical porque expresa una solidaridad que es mayor con los hermanos muertos que con los herederos.


No podemos dejar de comprometernos con las y los vivos, pero tampoco con las y los muertos, pues “tampoco ellos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y el enemigo no ha cesado de vencer”. Sus victorias no sólo asesinan personas, sino también historias y memorias. Decía Eduardo Galeano: “El sistema nos vacía la memoria, o nos llena la memoria de basura, y así nos enseña a repetir la historia en lugar de hacerla. Las tragedias se repiten como farsas, anunciaba la célebre profecía. Pero entre nosotros, es peor: las tragedias se repiten como tragedias”. El pasado es raíz, causa, motivo… pero no programa.


El pasado nunca está a salvo, sino siempre en riesgo de desaparecer, y los vencedores no dudan en borrarlo. El pasado “amenaza desaparecer con cada presente que no se reconozca mentado en [él]8”. Por eso en la base redentora hay siempre un principio constructivo con el pasado, que trata de agarrarlo en el momento en que, relampagueando, se aparece. Sin embargo no se aparece tal como fue, sino como nos adueñamos de él en el peligroso momento revolucionario de la redención: “Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro”. Y ese peligro, en el cual relumbra el pasado, es el de “prestarse a ser instrumento de la clase dominante”.


Fuera de la visión de los vencedores, el mundo es pintado como una sobra indigna de confianza. Tales vencedores muestran lo que ellos quieren que ocurra, y nada ocurre si ellos no lo muestran; su visión, es la tele-visión (esa última luz que nos salva de la soledad y de la noche), es ‘lo real’. En esa visión, en la televisión, la historia se convierte en un espectáculo, y a los bien portados, es decir, a los obedientes, se les promete un cómodo asiento. Los vencedores hacen el papel de abogados, testigos y jueces de la realidad, pero más bien deberían pasar al estrado y ser los acusados por el juicio de la historia, o mejor, de nosotros y nosotras, que hacemos la historia.


‘Lo real’ del progreso no se encuentra buscándolo en sitios repletos de edificios altísimos y súper bien iluminados, en esos lugares ficticios. Es desde los oprimidos y las oprimidas, los despojados y las despojadas, los explotados y las explotadas, los olvidados y las olvidadas (y por eso las reivindico también gramaticalmente, para no olvidarlas), los y las pobres…, que se hace el diagnóstico del progreso, y donde se carga de vida y dinamismo la crítica de ese progreso. Para comprender lo dura y fría que es la tierra del progreso, hay que pisarla descalzos, descalzas.


El progreso quiere definirse positivamente, a partir de grandes monumentos (del tamaño de una estrella… de Puebla) que pretenden ocultar la pobreza que ellos mismos generan y que, detrás de sus grandes fierros, los rodean. Esa pobreza no es un accidente del progreso, ni mucho menos, la expresión de los lugares donde ‘no se ha aceptado y seguido su esquema’, no es la expresión de ‘la necedad de los pueblos que no quieren modernizarse, progresar’; por el contrario, es la expresión más viva de allí donde se ha insertado el progreso: la pobreza es su negatividad necesaria y mayoritaria, aquello de lo que vive. Esa pobreza, esta pobreza, no es metafísica, sino el resultado de prácticas concretas, reales. O alguien dígame, ¿a cuántas personas progresa el progreso? A más de un muerto o muerta de hambre, de frío, de enfermedades curables, le gustaría saber dónde se cobra el Ingreso per Cápita… A mucha gente mata la policía, pero a mucha más la economía.


Aunque es cierto que el progreso ha logrado una cosa realmente fascinante, a saber, que ha creado a muchos y muchas excelentes críticos y críticas del progreso. Aun así, esto no se debe sólo al esfuerzo de quienes lo han criticado, sino también a “la servidumbre anónima de sus contemporáneos”. Los brazos que levantan las universidades donde han estudiado esas personas, también tienen rostro; esa “servidumbre anónima” tiene nombre, nombres.


El ‘Todopoderoso’ progreso, el Dios del Moderno Testamento, secularizado sólo en apariencia, para vivir, mata, o sea, vive matando. Y se parece mucho a algunos de nuestros dioses originarios, porque sus sacrificios favoritos son los indígenas, y le encanta beber el néctar de sus corazones, su sangre. Es un dios sanguinario y sádico, pero eso sí, es muy higiénico, deja bien limpiecitas las calles: las deja limpias de pasado, de tradición, de historia, de memoria… porque las enloda de ‘presente’, de modernización, de industria y comercio, de coches Audi… Pero los coches del progreso marchan sobre calles de lodo ensangrentado.


El progreso no crea empleos, sino desempleados; no distribuye riqueza, sino pobreza; no afirma a las persona, sino que las niega, nos niega. Para criticar el progreso es igualmente preciso criticar el mito del progreso, como también su retórica civilizatoria que estetiza a los opresores como el futuro, los adelantados, los cultos, los civilizados; y a los oprimidos y oprimidas, como el pasado, los atrasados, los incultos, los bárbaros. El mito del progreso quiere hacernos creer que su partida significaría para nosotros un regreso a la barbarie, al retraso, a la incultura, a la animalidad... El progreso no busca aparentar ser “como una madre dulce y bienhechora que protege al niño contra un medio hostil, sino como una madre que impide sin cesar a un niño fundamentalmente perverso caer en el suicidio, dar rienda suelta a sus instintos maléficos”. La madre progreso, que ‘nos defiende’, como niños, contra nosotros y nosotras mismas, contra nuestra fisiología, contra nuestra biología, nuestra desgracia ontológica, nuestra ‘inferioridad natural’, nos quiere convencer de que viene a arrancarnos de la noche; y al besarnos la frente, nos cuenta sus fábulas: nos dice que antes de su llegada, antes de adoptarnos, la historia de la humanidad era una historia dominada por la barbarie (ya sabrán cuál es siempre la moraleja)… ¡Como si la historia del progreso no lo fuera!


“Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie”. El progreso es una sublimación de muchas represiones, y no en un sentido meramente psicoanalítico. Sus victorias, dejando tripas regadas en las calles y en la tierra, trompetean nuestras derrotas. Nos estamos muriendo de civilización. Y sólo así, pensando la relación inmanente entre ‘civilización y barbarie’ es posible comprender el progreso.


Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irrefrenablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.


El Angelus Novus es el nuevo mensajero. Su mensaje es el de la historia moderna, que anuncia “únicamente los progresos del dominio de la naturaleza, pero no quiere reconocer los retrocesos de la sociedad”. Desvía la atención de las ruinas que se acumulan frente a sus ojos. Sin embargo el ángel consigue ver la miseria de una humanidad que cae para que el huracán del progreso se alce en la historia. Pero no puede detenerse, no es libre, no puede ser revolucionario, sino sólo otra voz crítica aunque estéril, inoperante, que reclama a los muertos sin poder redimirlos.


Libres podemos ser nosotros, los humanos y no los ángeles, en el proceso revolucionario de la redención, en el proceso de la redención revolucionaria. Si el coche del progreso no detiene su marcha, al menos podemos, debemos descarrilarlo. Porque las revoluciones quizás no son solamente lo que pensaba Marx, el motor de la historia, sino que algo de lo que pensaba Benjamin han de ser también: su freno de mano.


El mito, la idea del progreso, en nuestra América, es como una zanahoria en la frente de un caballo: una ilusión de que podremos comer, alcanzar la zanahoria, si seguimos caminando por donde nos lleva. Es una ilusión que nos hacen galopar, no caminar. El progreso de nuestra América es ficticio, o al menos no es de nuestra América (que tiende cada vez más a ser menos nuestra).


La idea del progreso va acompañada de la práctica del conformismo. Así que lo único importante de ella es darnos cuenta de que así no es la realidad, la historia. No somos la culminación civilizada del proceso histórico. No somos ahora excepcionales, sino oprimidas y oprimidos que tienen que redimirse de manera verdaderamente excepcional. Nuestra concepción de la historia ha sido corrompida por la opinión de que ‘nadamos a favor de la corriente’, del progreso. No se nada nunca a su favor. En todo caso, la corriente del progreso jala, desde atrás, a quienes se han ahogado por nadar en su contra. Esas voces ahogadas pugnan por salir de las profundidades del agua, por tomar aire en la superficie, como reclamos de los oprimidos y las oprimidas del pasado que nos gritan con su fúnebre silencio.


Nada queda en nada si al pasado también se le ve con empatía (que no es ‘corrección política’ fría y distante, insensible e indiferente). La cuestión está en con quiénes se empatiza. El historiador vencedor lo hace con los también vencedores pasados. “Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento”. Ese es el peligro estrictamente histórico de sus victorias. “Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín. Se le designa como bienes de cultura”. La redención de las y los oprimidos del pasado es importante para que los muertos no terminen de ser enterrados ni olvidados, aunque tampoco, como tal, revividos, sino redimidos.


La redención implica “poner en cuestión toda nueva victoria que logren los que dominan. Igual que flores que tornan al sol su corola, así se empeña lo que ha sido, por virtud de un secreto heliotropismo, en volverse hacia el sol que se levanta en el cielo de la historia”. Ese sol que se levanta en el cielo de la historia es el momento de la redención. Cualquier noche puede salir el sol, dicen Los Muertos de Cristo, y cualquier instante de peligro puede salir redención. Cada instante es una puerta por la que podría entrar la redención, que es revolución, porque somos nosotros, y no ningún ángel que nos traiga mensajes, quienes podemos abrir y atravesarlas, es decir, redimir y revolucionar. Los redentores y las redentoras no son superhéroes o superheroínas que quién sabe cuándo vendrán, o que ya han venido y ya han muerto. Somos todos y todas, no como ‘cada quien’, sino como colectividad, que debe ser comunidad. Tenemos que salir de la noche para ser fuerza redentora viva. Esa es nuestra responsabilidad histórica, y nuestra responsabilidad con la historia. Sólo así podremos consumarla en un tiempo distinto y pleno, feliz.


La historia no es un continnum lineal, un tiempo vencido. “La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo pleno, «tiempo-ahora»”. El tiempo-ahora (Jetztzeit), “que como modelo (…) resume en una abreviatura enorme la historia de toda la humanidad”, puede hacer saltar el continuum de la historia al pasado porque ya lo ha redimido. “Es un salto de tigre al pasado”. Y la consciencia “de estar haciendo saltar el continuum de la historia es peculiar de las clases revolucionarias en el momento de su acción”, acción que irrumpe en la historia y la abre instaurando y acelerando un nuevo tiempo: el tiempo de la redención.


En esta estructura reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer, o dicho de otra manera: de una coyuntura revolucionaria en la lucha en favor del pasado oprimido. La percibe para hacer que una determinada época salte del curso homogéneo de la historia; y del mismo modo hace saltar a una determinada vida de una época y a una obra determinada de la obra de una vida. El alcance de su procedimiento consiste en que la obra de una vida está conservada y suspendida en la obra, en la obra de una vida la época y en la época el decurso completo de la historia.


Esta nueva historia, este nuevo tiempo, que es el de la redención revolucionaria, “lleva hasta el final la obra de liberación en nombre de generaciones vencidas”. No es una historia que nos mueve a salvar a las generaciones futuras, sino a redimir a las oprimidas del pasado, que nos lo reclaman con mucha mayor fuerza

y derecho. En la redención nos reconocernos mentados en el pasado para, agarrándolo y citándolo, haciendo saltar el continuum de la historia para volver a él, o mejor, para traerlo al tiempo revolucionario que consuma a toda la historia, construir allí donde sólo quedaban ruinas. No es progreso, es redención que se erige sobre la vivificación de un tiempo pleno, tiempo-ahora de la felicidad de todos los oprimidos y oprimidas de la historia. La redención es el tiempo de una felicidad que marca el ritmo de nuestra marcha.

Dice René Pérez, de Calle 13: “América Latina, un pueblo sin piernas pero que camina”. Aunque nos corten las piernas o nos quemen los pies, “vamos caminando”, diría René. Y mejor caminar que volar (o que galopar en un Audi made in Puebla), porque más allá del derecho al cielo, tenemos derecho a la tierra.



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