top of page

Repensar la igualdad de cualquiera con cualquiera como práctica política

  • Luis Manuel Segura Román
  • 7 may 2018
  • 17 Min. de lectura

La tradición canónica hegemónica de la filosofía política ha abordado el tema de la igualdad desde una perspectiva principalmente ilustrada, liberal y ontológica, o más precisamente, metafísica: como igualad natural, es decir, como nacer naturalmente iguales. Pero afirmarla como propiedad humana es naturalizarla como arhké, como un principio en el doble sentido de comienzo y fundamento. Y pensar la igualdad desde esa lógica es borrar su litigio político constitutivo, ocultar el encuentro violento de la política con la ley del arkhé que quiere reubicarla bajo y dentro de sí. Esta filosofía política ha sido un “rechazo filosófico de la política[1]”, una negación de la distorsión política fundamental y, por eso, se ha colocado como policía de su arkhé. Pero a mí no me interesa hacer policía hablando de igualdad natural. Me interesa hablar de igualdad política, así que no me queda de otra que estar en desacuerdo con esa filosofía política sobre algo en lo que estoy de acuerdo: la igualdad. Y para esta complicada tarea me viene muy bien la ayuda de un grande en el tema que, además, como es de interés para este coloquio, es un filósofo contemporáneo, Jacques Rancière.

Rancière construye su concepción política de la igualad a partir de una (re)lectura especialmente original y crítica de La República de Platón y, principalmente, de la Política de Aristóteles, obra en la cual este último traza una distinción entre quienes tienen logos (palabra) y quienes simplemente tienen phoné (voz). “La voz, dice Aristóteles, es un instrumento destinado a un fin limitado. En general, sirve para que los animales indiquen su sensación de dolor o de agrado[2]”. Quienes sólo tienen phoné y no cuentan con logos, no pueden participar en la puesta en común de lo justo y lo injusto porque eso es algo que va más allá del mero dolor y el agrado animales; si no cuentan con logos, no tienen cuenta en esa puesta en común y, sencillamente, no cuentan en general. Aristóteles distribuye simbólicamente los cuerpos en dos categorías: “aquellos a quienes se ve y aquellos a quienes no se ve, aquellos de quienes hay un logos -una palabra conmemorativa, la cuenta en que se los tiene- y aquellos de quienes no hay un logos, quienes hablan verdaderamente y aquellos cuya voz, para expresar placer y pena, sólo imita la voz articulada[3]”.

La phoné sin logos no es sólo voz, sino la voz de quienes no tienen más palabra que la que imitan, la que simulan. La parte privada de logos queda fundada como la parte que no tiene parte, como la parte excluida de la cuenta porque simplemente no cuenta, o bien, la parte cuya inclusión es su exclusión porque es contada para no contar. La parte sin parte, sin ningún título positivo, “esos hombres que, nos dice Aristóteles, 'no tenían parte en nada'[4]”, ponen de manifiesto la distorsión fundamental de un orden social que “se simboliza expulsando a la mayoría de los seres parlantes a la noche del silencio o el ruido animal de las voces que expresan agrado o sufrimiento[5]”. Por eso el conflicto político sobre esta distorsión implica siempre una disputa sobre la cuestión de la palabra misma, de la existencia de escenario común y de las propias partes que están presentes en el conflicto.

Las partes no preexisten al conflicto que nombran y en el cual se hacen contar como partes. La “discusión” sobre la distorsión no es un intercambio -ni siquiera violento- entre interlocutores constituidos. Concierne a la misma situación verbal y a sus actores. No hay política porque los hombres, gracias al privilegio de la palabra, ponen en común sus intereses. Hay política porque quienes no tienen derecho a ser contados como seres parlantes se hacen contar entre éstos e instituyen una comunidad por el hecho de poner en común la distorsión, que no es otra cosa que el enfrentamiento mismo, la contradicción de dos mundos alojados en uno solo: el mundo en que son y aquel en que no son, el mundo donde hay algo “entre” ellos y quienes no los conocen como seres parlantes y contabilizables y el mundo donde no hay nada. [...] El conflicto separa dos modos del ser-juntos humano, dos tipos de partición de lo sensible, opuestos en su principio y anudados no obstante uno al otro[6].

La palabra nunca es sólo la palabra porque siempre juega la cuenta de esa palabra, su propio carácter de palabra. Por eso el conflicto político pone en cuestión “la relación entre el privilegio del logos y el juego del litigo que instituye la escena política[7]”. Antes del conflicto de “toda medida de los intereses y los títulos de tal o cual parte, el litigo se refiere a la existencia de las partes como partes, a la existencia de una relación que las constituye como tales. Y el doble sentido del logos, como palabra y como cuenta, es el lugar donde se juega ese conflicto[8]”. La política se juega también en la palabra y la palabra se juega en la política como “una multiplicidad de acontecimientos verbales, es decir de experiencias singulares del litigio sobre la palabra[9]”.

En el conflicto político se juega el reconocimiento de la voz de los otros y las otras porque el litigio mismo configura también el espacio de legitimación o deslegitimación de dicha voz como algo más que ruido, como palabra. “Hay política porque el logos nunca es meramente la palabra, porque siempre es indisolublemente la cuenta en que se tiene esa palabra: la cuenta por la cual una emisión sonora es entendida como palabra, apta para enunciar lo justo, mientras que otra sólo se percibe como ruido que señala placer o dolor, aceptación o revuelta[10]”. Si no se reconoce a los otros y a las otras (reconozcámoslas), simplemente no cuentan, no tienen parte y “no hay motivo para discutir con ellos, por la sencilla razón de que no hablan. Y no hablan porque son seres sin nombre, privados de logos, es decir, de inscripción simbólica en la ciudad. [...] Quien carece de nombre no puede hablar[11]”. Y si alguien cree haber escuchado a quienes no tienen palabra, no puede ser sino víctima de una ilusión de los sentidos, porque lógicamente lo único que puede salir de esas voces es ruido.

Entre el lenguaje de quienes tienen un nombre y el mugido de los seres sin nombre, no hay situación de intercambio lingüístico que pueda constituirse, y tampoco reglas ni código para la discusión. Este veredicto no refleja simplemente el empecinamiento de los dominadores o su enceguecimiento ideológico. Estrictamente, expresa el orden de lo sensible que organiza su dominación, que es esta dominación misma. […] El orden que estructura la dominación [...] no sabe de logos que pueda ser articulado por seres privados de logos, ni de palabra que puedan proferir unos seres sin nombre, unos seres de los que no hay cuenta[12].

Ese orden de lo sensible que divide y distribuye a las partes y sus partes o su ausencia de parte, es la policía. La policía no son sólo los cachiporrazos de los gendarmes. “Es el orden que determina la distribución de lo común[13]”. La policía es lo contrario de la política y el intento por hacerla desaparecer, “sea negándola pura y simplemente, sea identificando su lógica con la suya propia[14]”. Una policía ‘mejor’, en el doble sentido de más gentil y de que controla mejor, no deja por eso de serlo.

La policía es, en su esencia, la ley, generalmente implícita, que define la parte o la ausencia de parte de las partes [...], es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, […]; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido. [...] La policía no es tanto un disciplinamiento de los cuerpos como una regla de su aparecer, una configuración de las ocupaciones y las propiedades de los espacios donde esas ocupaciones se distribuyen[15].

La política, por el contrario, será entonces la práctica de un desacuerdo, no sólo con la cuenta que se tiene sino con la lógica misma de esa cuenta, con esa partición de las partes, con esa policía. El desacuerdo de la política con la policía lo hace “en lugares y con palabras que les son comunes, aun cuando dé una nueva representación a esos lugares y cambie el estatuto de esas palabras[16]”. La política no es pura, sino parasitaria de la policía porque está anudada a ella, se topa en todos lados con ella y actúa sobre ella. Pero sus encuentros son de heterogéneos; es decir, la política no se define por su contrario, sino que actúa sobre ella porque no es pura (ni tampoco la policía).

La política no hace caso a la policía que dice que no hay nada que ver, porque ‘no hay nada que ver’ significa que sí hay algo que ver pero no estamos asignados para verlo o, mejor, estamos asignados para no-verlo. “La policía dice que no hay nada que mirar en una calzada, nada que hacer salvo circular. Dice que el espacio de la circulación sólo es el espacio de circulación. La política consiste en transformar ese espacio de circulación en espacio de manifestación [...]. Consiste en refigurar el espacio[17]”.

Ni el desacuerdo ni la razón del desacuerdo político son un sencillo malentendido que “depende de una simple explicación de lo que dice la frase del otro y que el otro no sabe[18]”, ni son la mera confrontación de intereses u opiniones. “Es la manifestación de una separación de lo sensible consigo mismo. [...] Pero lo propio del disenso político es que los socios no están más constituidos que el objeto y la escena misma de la discusión. [...] La argumentación política es al mismo tiempo manifestación del mundo donde ella es un argumento[19]”. Lo propio del desacuerdo es que “la discusión sobre lo que quiere decir habla constituye la racionalidad misma de la situación de habla[20]”. El desacuerdo no ocurre simplemente entre sujetos previamente dados a éste y que simplemente se insertan en un proceso de litigio como interlocutores. No son un dato previo a la distorsión política del desacuerdo “porque los sujetos que la distorsión política pone en juego no son entidades a las cuales les ocurriera por accidente tal o cual distorsión sino sujetos cuya existencia misma es el modo de manifestación de esa distorsión […] como relación modificable entre partes, como modificación incluso del terreno sobre el cual se libra[21]”.

En el procedimiento del desacuerdo, quienes no cuentan, quienes no expresan palabras sino solamente ruido, pueden hacer lo impensable, disputar “otro orden, otra división de lo sensible al constituirse [...] como seres parlantes que comparten las mismas propiedades que aquellos que se las niegan. [...] En síntesis, se conducen como seres con nombre[22]”. Si quienes se dan nombre son también seres de palabra, no queda sino hablar con ellos, con ellas; no queda más que dia-logar. Este diálogo impensable es la práctica de la igualdad política, la puesta a prueba de quienes no contaban pero ahora se sitúan como iguales, “en la modalidad de la transgresión, como seres parlantes, dotados de una palabra que no expresa meramente la necesidad, el sufrimiento y el furor, sino que manifiesta la inteligencia[23]” y la enuncia.

Tomar la palabra que no se tiene y afirmarse como personas con nombre, como sujetos políticos, implica “una doble distorsión, un conflicto fundamental y nunca librado como tal, sobre la relación entre la capacidad del ser parlante sin propiedad y la capacidad política[24]”, sobre “las relaciones entre el orden de las palabras y el orden de los cuerpos que determinaban el lugar de cada uno[25]”. Implica des-identificarse de una desigual partición del cuerpo común que quiere arrebatar la condición de seres parlantes y al mismo tiempo re-identificarse, o mejor, subjetivarse con un mundo y una comunidad que aún no tienen efectividad, que todavía no existen, pero que se comienzan ya a abrazar porque se abre, mediante la práctica del desacuerdo y la toma de la palabra, de manera performativa, “una instancia y una capacidad de enunciación que no eran identificables[26]”, una existencia de algo inexistente. Por eso la igualdad, como subjetivación, esto es, como “el producto de esas líneas de fractura múltiples[27]”, es una práctica imposible que se vuelve posible. Es imposible en el espacio policial de enunciación que ya tiene lugar y en el que se nos quiere encasillar, pero se posibilita en la medida en que “desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido[28]”.

Tomar la palabra que no se tiene no es “conciencia y expresión de un sí mismo que afirma lo propio[29]”. Lo que es propio es parte de lo que se juega, de lo que se disputa. Tomar la palabra es tomar la cuenta, contar(se) y ser contados y contadas como quienes no están siendo contados y contadas. Corresponde a un proceso que expone la distorsión y comienza al mismo tiempo a litigarla, un proceso que expone la partición desigualitaria de los cuerpos sociales y la disputa ejerciendo la igualdad de los seres parlantes “que inscriben en palabras un destino colectivo[30]”. Y ese litigio no es ninguna corrupción o culpa que exija reparación o por la cual se deba pedir perdón, sino la práctica política de una igualdad que subvierte “el campo de la experiencia que daba a cada uno su identidad con su parte. Deshace y recompone las relaciones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir que definen la organización sensible de la comunidad[31]”.

La igualdad no es algo que se dé o se reivindique, sino que “se practica y se verifica[32]”. No se reivindica porque esto supone que ha estado previamente vindicada y que lo que hay que hacer es simplemente re-vindicarla. No se da porque no es un universal sencillamente aplicable a lo particular ni una esencia que encarna la ley, como pretende por ejemplo la Constitución. La igualdad es una práctica política que sólo puede existir al ponerla a prueba en casos situados, contingentes y singulares, esto es únicos, irrepetibles e irremplazables, donde se juega la preocupación y la ocupación de reiterar “el puro trazado de su verificación[33]”. No está en la Constitución que dice que todos somos iguales ante la ley porque no es algo que se vindica en el texto, sino que se practica políticamente en la puesta a prueba del contexto con los otros y las otras singulares. La Constitución política, o más bien, jurídica, dice que somos iguales pero ella misma constituye, no ya sólo de derecho, sino de hecho, un dispositivo desigual y desigualitario, así que su texto sobre la igualdad no consiste de palabras, sino de ruido que realmente no dice nada.

La política toma por fundamento lo que es precisamente el objeto permanente del litigio que la constituye como tal: el “título vacío de la igualdad de cualquiera con cualquiera[34]” (vacío no porque no tenga sentido, sino porque no tiene un contenido específico, porque puede ser ocupado, precisamente, por cualquiera). La lógica de la igualdad de los seres parlantes y la lógica de la distribución de los cuerpos sociales se encuentran. “Así, pues, por un lado está la lógica que cuenta las partes de las meras partes, que distribuye los cuerpos en el espacio de su visibilidad o su invisibilidad y pone en concordancia los modos del ser, los modos del hacer y los modos del decir que convienen a cada uno. Y está la otra lógica, la que suspende esta armonía[35]”. Hay política cuando se encuentran la lógica del orden, de la partición de lo sensible, de la cuenta de las meras partes, de la policía, y la lógica del des-orden (que no es necesariamente lo mismo que desastre), de la re-partición de lo sensible, de la cuenta además de la parte sin parte, de la política. Y más aún, que existe la parte sin parte es la postura y el litigio mismo de la política.

El litigio político “compete a una cuenta de las 'partes' de la comunidad, la cual es siempre una falsa cuenta, una doble cuenta o una cuenta errónea[36]” porque las partes no corresponden verdaderamente a la identidad que les ha sido asignada en la partición de lo sensible, en “la distribución policial de los cuerpos puestos en su lugar y asignados a su propia función[37]”. Esa cuenta errónea fundamental acosa siempre al orden simbólico de la mera población porque su construcción nunca logra ser plena como determinación cerrada, completamente suturada, sino que cabe la posibilidad de crear un pueblo que separa y al mismo tiempo junta, que desune y simultáneamente une a la población respecto a misma en quienes tienen cabida en ella como pueblo. Toda población está penetrada “por la negatividad […] que no logra el estatus de transparencia, de presencia plena[38]”, porque siempre puede ser subvertida. Ninguna comunidad logra ser completamente interna respecto a sí misma; “es decir, tener una identidad plenamente constituida que no es subvertida[39]”.

La creación de los pueblos subvierte a la población, como falsa cuenta de la totalidad, porque se convierte en la cuenta que inscribe a las y los incontados, a la parte que se define por estar excluida, por no tener parte, en un espacio donde es contable como incontada, en una comunidad otra en la que esa parte es ya incluida, contada. Pueblo no es un aglomerado de grupos sociales, “sino formas de inscripción de la cuenta de los incontados[40]” que se apropian de una propiedad impropia (ya que estrictamente no le pertenece) y crean, “en nombre del daño que no dejan de hacerle aquellos cuya cualidad o cuya propiedad tienen por efecto natural empujarla a la inexistencia de quienes no tienen 'parte en nada'[41]”, un común-litigioso que es la comunidad como pueblo. “Pero también es a través de la existencia de esta parte de los sin parte […] que la comunidad existe como comunidad política, es decir dividida por un litigio fundamental, por un litigio que se refiere a la cuenta de sus partes antes incluso de referirse a sus 'derechos'[42]”.

Si los pueblos, que son lo que hace política a la comunidad, son creaciones, invenciones, entonces los sujetos políticos no son un dato previo a la política. La política no tiene sujetos, objetos, espacios o cuestiones que le sean propios. “Así, la manifestación política es siempre puntual y sus sujetos siempre precarios. La diferencia política está siempre al borde de su desaparición[43]”. La política es acción de sujetos en tránsito y el trabajo mismo de la política implica configurar su propio espacio.

Pero los sujetos de la política, los pueblos no surgen de la nada, ex nihilo, sino en tanto que disputan el reparto de los mundos y, al mismo tiempo, producen escenarios y sujetos polémicos “al transformar unas identidades definidas en el orden natural del reparto de las funciones y los lugares en instancias de experiencia de un litigo [...] donde cualquiera puede contarse porque es el espacio de una cuenta de los incontados[44]”. A la exclusión in-munitaria[45] de la policía desigualitaria se enfrenta la inclusión co-munitaria[46] de la política igualitaria. El nosotros, el nosotras y hasta el nosotroas zapatista existen porque crean mundos comunes donde se definen y se enuncian, porque juntan varios mundos en uno donde quepan todos (no es al revés, no es que un mundo dado donde de hecho caben todos los mundos cree el nosotroas: plantearlo despolitiza y entibia la cuestión).

Todo pueblo es comunidad escindida, dispersa y, al mismo tiempo, “la regularidad en la dispersión[47]”. Es decir, no es únicamente el litigio fundamental que hace al todo diferente de sí mismo, “como distancia de lo sensible consigo mismo[48]”, sino también el intento de con-vivir, de vivir con en ese litigio y esa escisión. “Es así como, para gran escándalo de la gente de bien, […] el revoltijo de la gente sin nada, se convierte en el pueblo, la comunidad política [...], la masa indistinta de la gente sin nada reunida en la asamblea[49]”.

Los pueblos, como formas de inscripción de la cuenta de los incontados, desestabilizan la cuenta policial cuyo principio es la ausencia de vacío y de suplemento, o bien, cuyo principio es fundar la población sobre un reparto unívoco de lo sensible; esto es, gobernar sin pueblo. La política es posible porque la perfecta cuenta de las partes, la perfecta concordancia policial entre los cuerpos, los lugares y las funciones, es imposible: siempre hay algo que escapa a la cuenta, la irrumpe y la interrumpe. Ese algo es la parte sin parte suplementaria, que está fuera de la cuenta, que se afirma y se sitúa como pueblo, que se inscribe “como excedente con respecto a toda cuenta de las partes de la sociedad[50]”. El principio mismo de la policía (querer abarcarlo todo) implica su propia imposibilidad porque siempre queda una cuenta errónea fundamental que posibilita la política: la existencia de una parte que por definición no tiene lugar en la cuenta, la parte sin parte. “La política existe a causa de una dimensión que escapa a la medida ordinaria, esa parte de los que no tienen parte[51]”. La cuenta errónea suplementaria es inmanente a la policía misma, es una periferia interior[52], su afuera interno.

La población contada no puede nunca ser plena, pero tampoco los pueblos. Queda siempre la posibilidad del disenso, del desacuerdo: la posibilidad de la política. Todo orden, y por eso también toda construcción de comunidad y pueblo, arrastra el fantasma de su propio desequilibrio secreto y perturbador del cual no está nunca exento. Ese desequilibrio es la estructuración precaria de toda comunidad, su carácter meramente contingente, ni aritmético ni geométrico, sino an-árquico (como imposibilidad del arkhé). Que ninguna comunidad sea natural, esencial o necesaria, significa que tampoco la desigualdad “tiene otro fundamento que la pura contingencia de todo orden social[53]”. La desigualdad del orden de la dominación y la dominación del orden puede ser interrumpida porque deja ya de ser, como en Aristóteles, la desgracia ineludible de la mayoría ontológicamente inferior, su destino a no-ser, a no tener parte, la triste robustez del orden y la orden naturales, y se convierte en algo que hay que litigar políticamente. “Hay política cuando la contingencia igualitaria interrumpe […] el orden natural de las dominaciones[54]”. Por eso la práctica y la puesta a prueba de la igualdad son el mal agónico para la policía, porque deja ver “la revelación brutal de la anarquía última sobre la que descansa toda jerarquía[55]”.

El fundamento de la política, y por tanto de la igualdad ya como política, es la ausencia misma de fundamento último, de arkhé. Su fundamento es la pura contingencia de todo orden, de toda policía. “Hay política simplemente porque ningún orden social se funda en la naturaleza, ninguna ley divina ordena las sociedades humanas [...] y quien quiera curar a la política de sus males no tendrá más que una solución: la mentira que inventa una naturaleza social para dar un arkhé a la comunidad[56]” (como hace Aristóteles).

Quienes mandan tratan de dibujar sus órdenes como la lengua común que hay que comprender. “Pero para obedecer una orden se requieren al menos dos cosas: hay que comprenderla y hay que comprender que hay que obedecerla[57]”. La lógica de que ‘al pueblo le toca callar y obedecer’, de que su parte es la del silencio o el mero ruido, pero nunca la palabra, es disputada mediante la práctica del desacuerdo, del disenso que suspende la lógica de la dominación legítima, interrumpe su corriente y “bloquea la lógica natural de las 'propiedades'[58]”. Sólo como distorsión política, y no como propiedad ontológica natural, la práctica y la verificación de la igualdad pueden tener algún efecto. “O bien la igualdad no provoca ningún efecto en el orden social, o bien lo provoca en la forma específica de la distorsión. [...] La política es la práctica en la cual la lógica del rasgo igualitario asume la forma del tratamiento de una distorsión, donde se convierte en el argumento de una distorsión principal que viene a anudarse con tal litigio[59]”. La igualdad como praxis política queda “fundada sobre una distorsión que escapa a la aritmética de los intercambios y las reparaciones. Al margen de esta institución, no hay política. No hay más que el orden de la dominación o el desorden de la revuelta[60]”.

La política no tiene que ser épica o espectacular, ni mucho menos una autoflagelación en nombre de generaciones futuras. Es “la puesta en acto de un supuesto que por principio le es heterogéneo, el de una parte de los que no tienen parte, la que, en última instancia, manifiesta en sí misma la pura contingencia del orden, la igualdad de cualquier ser parlante con cualquier otro ser parlante[61]”. Y la igualdad política de cualquiera con cualquiera no es una propiedad ontológica natural, sino un performativo político que ya empieza a darse (aunque jamás plena ni necesariamente, sino de manera contingente) desde que se practica y se verifica al lucharla.

Pero podemos disentir. Al fin y al cabo: “Para que la invitación produzca algún efecto de pensamiento, es preciso que halle su punto de desacuerdo[62]”.





Bibliografía

Arditi, Benjamín (2010), La política en los bordes del liberalismo: diferencia, populismo, revolución, emancipación. Barcelona: Gedisa

Esposito, Roberto (2009), Comunidad, inmunidad y biopolítica. Barcelona: Herder

Laclau, Ernesto y Mouffe, Chantal (2004), Hegemonía y estrategia socialista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica

Rancière, Jacques (1996), El desacuerdo. Buenos Aires: Nueva Visión

- (2003), El maestro ignorante. Barcelona: Laertes

- (2006), Política, policía, democracia




[1] Rancière, J. (2006), Política, policía, democracia. Chile: LOM, p. 69


[2] Rancière, J. (1996), El desacuerdo. Buenos Aires: Nueva Visión, p. 35


[3] Ibid., pp. 36-37


[4] Rancière (1996), op. cit., p. 22


[5] Ibid., p. 36


[6] Ibid., pp. 41-42


[7] Ibid., p. 40


[8] Ibid., pp. 40-41


[9] Rancière (1996), op. cit., p. 53


[10] Ibid., p. 37


[11] Ibid., p. 38


[12] Ídem.


[13] Ibid., p. 18


[14] Rancière (2006), op. cit., p. 71


[15] Rancière (1996), op. cit., pp. 44-45


[16] Ibid., p. 48


[17] Rancière (2006), op. cit., pp. 71-72


[18] Rancière (1996), op. cit., p. 10


[19] Rancière (2006), op. cit., p. 73


[20] Rancière (1996), op. cit., p. 9


[21] Ibid., p. 57


[22] Ibid., p. 39


[23] Ídem.


[24] Ibid., p. 36


[25] Ibid., p. 54


[26] Rancière (1996), op. cit., p. 52


[27] Ibid., p. 54


[28] Ídem.


[29] Ibid., p. 53


[30] Ibid., p. 39


[31] Ibid., p. 58


[32] Rancière (2003), El maestro ignorante. Barcelona: Laertes, p. 74


[33] Rancière (1996), op. cit., p. 50


[34] Ibid., p. 52


[35] Ibid., pp. 42-43


[36] Ibid., p. 19


[37] Ibid., p. 49


[38] Laclau, E. y Mouffe, Ch. (2004), Hegemonía y estrategia socialista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, p. 172


[39] Laclau, E. y Mouffe, Ch. (2004), op. cit., p. 151


[40] Rancière (2006), op. cit., p. 69


[41] Rancière (1996), op. cit., p. 22


[42] Ibid., p. 23


[43] Rancière (2006), op. cit., p. 74


[44] Rancière (1996), op. cit., p. 53


[45] Cf. Esposito, R., Comunidad, inmunidad y biopolítica


[46] Ídem.


[47] Laclau, E. y Mouffe, Ch. (2004), op. cit., p. 178


[48] Rancière (2006), op. cit., p. 69


[49] Rancière (1996), op. cit., p. 23


[50] Rancière (2006), op. cit., pp. 66-67


[51] Rancière (1996), op. cit., p. 30


[52] Cf. Arditi, B., La política en los bordes del liberalismo


[53] Rancière (1996), op. cit., p. 40


[54] Ibid., p. 33


[55] Ibid., p. 30


[56] Ibid., p. 31


[57] Ídem.


[58] Rancière (1996), op. cit., p. 28


[59] Ibid., p. 51


[60] Ibid., p. 26


[61] Ibid., p. 45


[62] Ibid., p. 8


Kommentare


Entradas destacadas
Entradas recientes
Archivo
Buscar por tags
Síguenos
  • Facebook Basic Square
  • Twitter Basic Square
  • Google+ Basic Square
bottom of page