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No hay mundo-verdadero: la imposibilidad de la verdad al margen del lenguaje y el discurso como inve

  • Luis Manuel Segura Román
  • 30 may 2018
  • 18 Min. de lectura

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A lo largo de la historia canónica de la filosofía hegemónica (entiéndase la occidental), la verdad ha sido forjada mayormente como eso, como la verdad; como presencia plenamente idéntica a sí misma; como esencia inmutable; como centro estático de toda estructura; como núcleo fundante de lo diverso que está ahí siempre, subyacentemente, unificando y totalizando toda diferencia; como arkhé: como absoluto principio en el doble sentido de origen (primero) y fundamento (último). Esta concepción de la verdad supone la “idea del «mundo-verdadero» […] como absoluto suprasensible[1]”, como mundo de los hechos exentos de interpretación, como mundo de las cosas al margen del lenguaje y el discurso, los cuales son pensados como mera distorsión de las cosas. La verdad se erige así como una instancia policial, represora y represiva, que pugna por adecuar transparentemente las palabras a las cosas, y reubicarlas bajo y dentro del orden y la orden de ese mundo, para edificarlas como verdaderas.

Pero la idea del mundo-verdadero es una creencia fantástica, un prejuicio que no se da cuenta de que “mide el mundo con arreglo a las dimensiones creadas por él mismo: a sus ficciones fundamentales[2]”. El mundo no es un orden último que funda todo lo demás. “Por el contrario, caos es el carácter total del mundo por toda la eternidad; no en el sentido de una ausencia de necesidad, sino de una ausencia de orden, de articulación, de forma, de belleza, de sabiduría, y como sea que se llamen todas nuestras humanas consideraciones estéticas[3]”.

El mundo no aspira a imitarnos haciéndose leyes. No hay en él nadie que mande verdaderamente (llámese Dios, llámese arkhé), ni nadie que deba verdaderamente obedecer al mandón inexistente y a sus quiméricos mandatos. No hay en el mundo nadie que transgreda su orden porque simplemente no hay tal. El mundo no es un plano inerte, sino devenir en perpetuo movimiento. “Toda composición, y también toda descomposición, se realiza con ladrillos móviles[4]”. Pero “si admitimos que todo es devenir, el conocimiento solo es posible en virtud de la creencia en el ser[5]”.

Un mundo completamente caótico y a-morfo no es cognoscible ni, por ende, enunciable, así que lo con-formamos, le damos forma, la forma del ser idéntico a sí mismo, para que dé la impresión de algo estable, calculable, determinable, duradero, firme, dispuesto, reconocible…, enunciable. “De ninguna manera podría entenderse el conocimiento si antes el pensamiento no hubiera transformado el mundo en cosas iguales a ellas mismas[6]”. Y lo que es más, le damos forma al enunciarlo. Decir es inventar. “Por tanto, el infinito y el caos de las impresiones sensoriales son, en cierto modo, logificados[7]”. Sólo podemos enunciar lo que podemos inventar, tal como el pintor realista sólo pinta del mundo lo que puede pintar. Y aunque hayamos, incluso ‘pictóricamente’ “perfeccionado la imagen del devenir, […] no hemos llegado ni más allá ni por detrás de esa imagen[8]”.

El ser “no nos es dado, sino añadido, imaginado[9]”. El ser, como totalidad y unidad, es una adición metafísica. “Y si encontramos una totalidad tal al lado de las partes, esa totalidad es un todo de aquellas partes, pero que no las totaliza, es una totalidad de todas aquellas partes, pero que no las unifica, y que se añade a ellas como una nueva parte compuesta aparte[10]”. Por ejemplo, si le quitamos todas sus capas a una cebolla, no hallamos su ser, su esencia, su identidad, su plena presencia. Nos quedamos sin nuestra singular cebolla. El ser de la cebolla no está ni detrás ni por debajo de sus capas. Se lo añadimos nosotros. “No hay unidad, ni siquiera para abortar en el objeto o para ‘reaparecer’ en el sujeto[11]”.

Si el mundo no es ser sino devenir, no unidad sino multiplicidad, no totalidad sino singularidades, sólo “se nos presenta como algo lógico porque fuimos nosotros quienes empezamos previamente a logificarlo[12]”. Sin embargo el procedimiento que violenta este devenir caótico del mundo, para ordenarlo y formarlo como ser lógico, no es un mero capricho ni una actividad monopólica del positivismo, sino una necesidad. “El mundo imaginario del sujeto, de la sustancia, de la razón, etc., resulta necesario[13]”. Pero ¿quién le da esa forma al mundo? Nuestra “facultad ordenadora, simplificadora, que falsea y separa artificialmente[14]”. Esta facultad no es una mera voluntad de verdad, sino voluntad de poder. No obstante, “por muy normal y necesaria que sea esta ficción, no es posible olvidar su carácter fantástico: puede haber una creencia que sea condición de vida y, a pesar de ello, falsa[15]”.

La verdad, que parecía ocultarse en el mundo trascendente del ser, no es más que un efecto inmanente del quantum de fuerza de una voluntad de poder que convierte en unidad ordenada una complejidad múltiple y caótica. “«Verdad» es la voluntad de hacerse dueño de la multiplicidad de las sensaciones[16]”. No es entonces un plano externo y subyacente a las operaciones de la voluntad de poder sino, precisamente, un resultado de sus acciones; pues, ¿qué es la verdad si no una valoración? Y “en la valoración misma habla… ¡la voluntad de poder!”[17]. Mientras más fuerza tenga la voluntad de poder, más capaz será de respaldarse a sí misma y lo que enuncie como lo verdadero (y lo no-verdadero). Toda enunciación de verdad es discursiva, y todo discurso, como multiplicidad de acontecimientos verbales, implica “un campo de fuerzas no-discursivas[18]”. La fuerza de la enunciación, del discurso, no reside por tanto “en su grado de verdad, sino en su antigüedad, en su hacerse cuerpo, en su carácter de condición para la vida[19]”.

El problema es que la ficción del ser, como absoluto suprasensible, “debe producir el efecto de que es verdad[20]”, convirtiéndose en prejuicio, en un presupuesto de nuestra lógica y de nuestra propia óptica. El problema es que “suele cometerse el error de reemplazar una ficción por una falsa realidad[21]”. El invento se quiere presentar sin invención y, por tanto, sin inventor, y “toma así la apariencia de la realidad[22]”. Terminamos creyendo en nuestra propia fantasía “hasta el punto de que, a causa de ella, imaginamos la «verdad», la «realidad», la «sustancialidad»[23]”. No lo sabemos, pero lo hacemos.

Jamás hemos accedido a la verdad. La hemos inventado, y hemos olvidado que la hemos inventado. Así, “precisamente en virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la verdad[24]”. Éste resulta un fetiche, un quid pro quo lleno de “sutilezas metafísicas y reticencias teológicas[25]”. La verdad se presenta como algo que existe de suyo, en-sí y por-sí, por su propia naturaleza inmediata como objeto puro, y olvida su carácter mediato fundamental como invención. En este quid pro quo (tomar una cosa por otra) se le da a la verdad atributos que no tiene, un carácter de identidad esencial, y “adopta […] la forma fantasmagórica de una relación entre cosas[26]” en vez de entre voluntades de poder. “En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia […]. A esto llamo el fetichismo[27]”.

El carácter fetichista de la verdad termina olvidando (o más bien comienza por olvidar) que la hemos hecho a nuestra imagen y semejanza, imponiéndonos soberbiamente como medida de todas las cosas. Olvida que toda enunciación de verdad es una metáfora audaz, por lo que su objeto es también un modo del sujeto, un efecto de su voluntad de poder que objetiva el mundo en un todo discursivo. Olvida que, en tanto que “el lenguaje es la conciencia real, práctica[28]”, la verdad, como resultado suyo, “es antropomórfica de pies a cabeza y no contiene ni un solo punto que sea verdadero en sí, real y universalmente válido, prescindiendo de los hombres[29]”.

El lenguaje es, “no un imperativo, no algo para el conocimiento de la verdad, sino para fijar y acomodar un mundo «que nosotros debemos llamar verdadero»[30]”. No es la fiel adecuación de la conciencia al mundo ni puede serlo porque, por un lado, el mundo carece de forma alguna que pueda ser fielmente reflejada, ni es un fósil inerte que simplemente debe ser desenterrado; por otro, porque el mundo tampoco está plenamente dado de antemano, sino que resulta de la multiplicidad de fuerzas caóticas de voluntades de poder que lo enuncian discursivamente.

El mundo está permeado de lenguaje y discurso y es también configurado por éstos que, más que distorsión, son “nuestra relación humana con las cosas[31]”. Esta relación es siempre mediata, porque implica “una voluntad de poder que se despliega en todo acontecer[32]”. Por eso el mundo-verdadero, puro, garante pero sin consecuencias, “es también totalmente inaprehensible y en absoluto deseable para el creador del lenguaje”[33]”.

Es precisamente la falta de garantías en el lenguaje, la imposibilidad de un significado trascendental, de fundamento último, la pérdida de indicadores de certeza o, mejor, su ausencia, la que extiende hasta el infinito la posibilidad del juego y el campo de la significación discursivas. “En realidad entramos en el campo de la poesía, de las hipótesis[34]”. No hay nada que no pueda ser significado. No hay nada al margen del discurso. “Este es […] el momento en que el lenguaje invade el campo problemático universal; este es […] el momento en que, en ausencia de centro o de origen, todo se convierte en discurso […], es decir, un sistema en el que el significado central, originario o trascendental no está nunca absolutamente presente fuera de un sistema de diferencias[35]”.

El sistema de diferencias señaliza la desaparición de un centro excedido o de un campo de significación borrado. Pero no sólo ocurre esto con el discurso mismo y sus objetos, sino con los propios sujetos discursivos. Ellos no preexisten al discurso que nombran y en el cual se hacen contar como tales, ni están más constituidos que el objeto y la escena de aquél. No sucede simplemente que a entidades o identidades previamente dadas les ocurriera por accidente tal o cual situación discursiva, sino que su propia existencia es discursiva: “Concierne a la misma situación verbal[36]”.

El discurso no es “conciencia y expresión de un sí mismo que afirma lo propio[37]”. Lo que es propio no queda exento del juego de diferencias. No hay identidad ni presencia plenas del ser. “El juego es el rompimiento de la presencia. [...] El juego es siempre juego de ausencia y de presencia[38]”. Se vuelve entonces preciso pensar al “ser como presencia o ausencia a partir de la posibilidad del juego, y no a la inversa[39]”. El ser es siempre puntual, precario, “al borde de su desaparición[40]”. Es “el trazado de una diferencia que se esfuma[41]”.

El ser no puede nunca ser pleno; por el contrario, arrastra el fantasma de su propio desequilibrio secreto y perturbador, su propia estructuración meramente contingente, su carácter siempre an-árquico. Y si la verdad ‘se ocultaba’ en el ser, entonces ella misma debe tomar por fundamento la ausencia de fundamento, la imposibilidad del arkhé.

De la imposibilidad del arkhé (incluyendo al mundo-verdadero), de la ausencia de fundamento último, “de todo centro real y fijo del discurso[42]”, no se sigue la imposibilidad de enunciar el mundo en general; muy por el contrario, lo enunciamos infinitamente, interpretativamente. “El mundo […], al ser susceptible de diversas interpretaciones, no tiene un sentido fundamental, sino muchísimos sentidos[43]”. Enunciar, en sí mismo, es un acto interpretativo. El lenguaje y el discurso no pueden entonces tampoco ser fundamento de la verdad, sino fuente, porque la inventan. No dan lugar, ni en última instancia, “a un desciframiento herméneutico, a la clarificación de un sentido o una verdad[44]”, porque sencillamente no la hay, no como la verdad Una.

La imposibilidad de la verdad Una, como ser cerrado, se vuelve condición de posibilidad de su propia apertura, de su iterabilidad, de su citacionalidad, porque lo sign-ificado y lo sign-ificable no son ni pueden ser campos absolutamente saturados ni suturados, ni siquiera por el propio contexto de enunciación.

Todo signo [...] puede ser citado, puesto entre comillas; por ello puede romper con todo contexto dado, engendrar al infinito nuevos contextos, de manera absolutamente no saturable. Esto no supone que la marca valga fuera de contexto, sino al contrario, que no hay más que contextos sin ningún centro de anclaje absoluto. Esta citacionalidad, esta duplicación o duplicidad, esta iterabilidad de la marca no es un accidente o una anomalía, es eso […] sin lo cual una marca no podría siquiera tener un funcionamiento llamado «normal». ¿Qué sería una marca que no se pudiera citar? ¿Y cuyo origen no pudiera perderse en el camino?[45]

Incluso en cada repetición de la palabra, “su identidad consigo [misma] acoge una imperceptible diferencia, que nos permite salir eficazmente, rigurosamente, es decir, discretamente, de la clausura. [...] No vuelve a apropiarse del origen. Éste no está ya en sí mismo[46]”. Lo que desaparece de la palabra, del lenguaje, del discurso, o más bien lo que nunca ha estado en ellos, es la verdad como “la identidad consigo misma del origen, la presencia a sí[47]”. La palabra es siempre “palabra sedicente viva[48]”.

La verdad “se ha encontrado siempre neutralizada, reducida: mediante un gesto consistente en darle un centro, en referirla a un punto de presencia, a un origen fijo[49]”. La fantasía del centro estático, de “punto donde ya no es posible la sustitución de los contenidos, de los elementos, de los términos[50]”, quiere, sino imposibilitar el juego de la significación, por lo menos prohibirlo.

El concepto de estructura centrada es, efectivamente, el concepto de un juego fundado, constituido a partir de una inmovilidad fundadora y de una certeza tranquilizadora, que por su parte se sustrae al juego. A partir de esa certidumbre se puede dominar la angustia, que surge siempre de una determinada manera de estar implicado en el juego, de estar cogido en el juego, de existir como estando desde el principio dentro del juego. A partir, pues, de lo que llamamos centro, y que, como puede estar igualmente dentro que fuera, recibe indiferentemente los nombres de origen o de fin, de arkhé o de telos[51].

La verdad no está-dada-ahí, sustraída del juego de la significación

discursiva, esperando a que la enunciemos adecuadamente porque somos lo más maravilloso del universo. En realidad somos lo contrario: lo más soberbio. “Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo, esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento de la verdad dentro del recinto de la razón[52]”. Nos ensalzamos por creer haber encontrado algo que nosotros mismos hemos puesto ahí: la verdad que hemos inventado.

La verdad surge, no de un descubrimiento original, sino de un impulso (a veces neurótico) que la inventa con lenguaje y en el lenguaje, con discurso y en el discurso. La verdad es onto-estética. Pero también es política. Existe “una conexión inédita de lo verdadero con lo político[53]”.

Decir ‘esto es un maestro’, así como ‘se dice maestro, no maistro’, es un ejercicio de poder (incluso colonizador) que decide sobre lo nombrable y lo nombrado, y “en este momento se fija lo que desde entonces debe ser verdad, es decir, se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de la verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y mentira[54]”.

Si el contraste entre verdad y mentira no emerge sino de la designación (siempre arbitraria) de las cosas que debe ser tomada por válida y obligatoria, entonces no sólo la confianza tiene que ver con la verdad, sino que la invención de la verdad depende de la confianza que se tenga en que esa designación de las cosas no sea mentirosa. El sentimiento de la verdad (que es sumamente vivencial, mundano, porque desde él hacemos mundo[55]), puede surgir desde que le hacemos la parada a un camión que dice 'C.U.', porque confiamos en que la designación de ese letrero no nos está mintiendo, nos subimos y, efectivamente nos lleva a C.U.

Si la designación de las cosas es pura invención arbitraria, no hay entonces una relación derivada ni un principio de necesidad entre las palabras y las cosas. Las palabras no concuerdan, ni se corresponden, ni se hallan inmediatamente atadas a las cosas ‘verdaderas’. “Los diferentes lenguajes, comparados unos a otros, muestran que con las palabras no se llega jamás a la verdad ni a una expresión adecuada pues, en caso contrario, no habría tantos lenguajes[56]”. Las palabras son más bien sellos de voluntades de poder que, “donde ya no [llegan] con la vista, [ponen] una palabra[57]”.

La palabra es una doble metáfora: la metáfora de una imagen que es metáfora del mundo. “¡En primer lugar, un estímulo nervioso extrapolado en una imagen!, primera metáfora. ¡La imagen, transformada de nuevo, en un sonido articulado!, segunda metáfora[58]”. La historia del supuesto mundo-verdadero, que es la historia “de la metafísica, como la historia de Occidente, sería la historia de esas metáforas y de esas metonimias[59]”. Así es como el mundo-verdadero acabó convirtiéndose en una fábula: porque así comenzó. Literalmente, inventamos metafóricamente el mundo cada vez que lo nombramos. No hay tal cosa como la verdad. Lo que hay es creación poiética, poética.

No oponemos a la verdad, índice de sí misma y de la falsedad, el perspectivismo de la interpretación discursiva. Enfrentamos dos interpretaciones. “Una pretende descifrar, sueña con descifrar una verdad o un origen que se sustraigan al juego y al orden del signo, y que vive como un exilio la necesidad de la interpretación. La otra, que no está ya vuelta hacia el origen, afirma el juego e intenta pasar más allá [...] de la presencia plena, el fundamento tranquilizador, el origen y el final del juego[60]”.

No confrontamos “la claridad de la idea frente a la oscuridad de las apariencias[61]”. No es “desmentir la apariencia sino, al contario, confirmarla[62]”. Detrás de la multiplicidad de apariencias, de máscaras discursivas, no hay un rostro original sobre el cuál se colocan; detrás de los múltiples, caóticos y singulares hilos de las marionetas, no hay un titiritero unificador y ordenado que los mueve. Lo que hay son máscaras y marionetas que se mueven por su propia vida. ¡Ellas mismas están vivas! Sin embargo, que no haya un rostro detrás de las múltiples máscaras, que no haya mundo-verdadero al margen de la interpretación, no significa, ciertamente, que no hay falsedades. Por el contrario, toda verdad es, entre otras cosas, “dependiente […] de la demostración ‘política’ de su falsedad[63]”; es decir, la verdad tiene que ver con “la puesta en evidencia de la falsedad[64]”. Lo que significa es que toda verdad es invención interpretativa (y, en cuanto tal, no es necesaria, sino meramente contingente). Hay, pues, interpretación en la verdad y verdad en la interpretación.

¿Qué es entonces la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal[65].

La verdad no puede mantener nunca una plena autoidentidad, no puede ser sino diferente consigo misma. Y contrario a lo que frecuentemente se cree, esto no es un escándalo a denunciar: es la condición primera de la posibilidad del lenguaje y el discurso. Hay tales porque existe la esfera de la interpretación o, mejor dicho, porque no existe nada por encima o por detrás de ella y a lo cual deba simplemente capturar.

La invención del mundo-verdadero, idéntico a sí mismo, “al abrigo del juego: irremplazable, sustraído a la metáfora y a la metonimia, especie de pronombre invariable que se pudiese invocar[66]”, expresa una “nostalgia del origen, de la inocencia arcaica y natural, de una pureza de la presencia y de la presencia a sí en la palabra[67]”. Esta creencia, esta melancolía fantástica del retorno al fundamento ha llegado a ser “un principio destructor de la vida... «La voluntad de verdad» —eso podría ser una oculta voluntad de muerte[68]”. Afirma el mundo-verdadero “otro mundo que el de la vida, de la naturaleza y de la historia; y en la medida en que […] afirma este «otro mundo», ¿cómo?, ¿no tiene que negar, precisamente por eso, su contrapartida, este mundo, nuestro mundo?[69]”. Al creyente en el mundo-verdadero (creyente que, más que ser objetivo, quiere ser objeto, para escapar de la angustia del juego que inventa poiética y poéticamente el mundo y la vida) “no le queda más que lo «imaginario»: no le queda más que «su mundo»[70]”.

El mundo-verdadero “es expresión de un espíritu deprimido lleno de desconfianza y experiencias nocivas[71]”; un espíritu decadente que grita: “¡prefiero que nada sea verdadero antes de que vosotros tengáis razón, antes de que vuestra verdad tenga razón[72]!”; un espíritu que no quiere crear, sino conservar, hacer de su supuesto mundo algo inmortal aunque, con ello, termina haciendo precisamente lo contrario: un mundo definitivamente muerto, cadavérico, momificado, petrificado, con un olor a sepultura, a negación perezosa de la vida. Pero ese mundo, su mundo, ¿se perdió? ¿A dónde ha ido? ¡Nosotros lo hemos matado —vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! ¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo fuimos capaces de beber el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos continuamente? ¿Y hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos sofoca el espacio vacío? ¿No se ha vuelto todo más frío? ¿No llega continuamente la noche y más noche? ¿No habrán de ser encendidas lámparas a mediodía?[73]

Quizás más bien la pregunta que queda por hacer es otra: “¿No puede afirmarse la irreferencia al centro en lugar de llorar la ausencia del centro? ¿Por qué tendría uno que hacer su duelo del centro? ¿No es el centro, la ausencia de juego y de diferencia, otro nombre de la muerte? ¿La que tranquiliza, apacigua, pero desde su agujero, también angustia y pone en juego?[74]”.

Contra la supuesta presencia perdida de la verdad, del centro, del origen más bien ausente, contra esta cara culpable y nostálgica, afirmemos gozosamente el “juego del mundo y de la inocencia del devenir, la afirmación de un mundo de signos sin falta, [...] sin origen, que se ofrece a una interpretación activa. Esta afirmación determina entonces el no-centro de otra manera que como pérdida del centro. Y juega sin seguridad[75]”. En vez de padecer melancólicamente, dejemos de creer “en estos falsos fragmentos que, como los pedazos de la estatua antigua, esperan ser completados y vueltos a pegar para componer una unidad que además es la unidad de origen. Ya no creemos en una totalidad original ni en una totalidad de destino[76]”. Más importante que la verdad centrada es el sentido, la perspectiva, la interpretación. “¡Qué poco importa el objeto! ¡El espíritu es lo que vivifica![77]”.

El mundo-verdadero fue creado y también puede ser destruido. La creencia en la plena certeza, esa vieja y profunda confianza se ha trastocado en duda. […] [Y] a la inversa de lo que tal vez pudiera esperarse, no [es] en absoluto [triste] ni [oscurecedora], sino más bien como una nueva y difícilmente descriptible especie de luz, felicidad, alivio, regocijo, reanimación, aurora... […] finalmente el horizonte se nos aparece libre de nuevo, aun cuando no esté despejado; finalmente podrán zarpar de nuevo nuestros barcos, zarpar hacia cualquier peligro […] el mar, nuestro mar, yace abierto allí de nuevo, tal vez nunca hubo antes un «mar tan abierto»[78].



Bibliografía básica

Derrida, Jacques, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas” en La escritura y la diferencia, Barcelona: Anthropos, 1989

-“Firma, acontecimiento, contexto” en Márgenes de la Filosofía, Madrid: Cátedra, 2008

Nietzsche, Friedrich, Así hablaba Zaratustra, México: Leyenda, 2011

-La Gaya Ciencia, Venezuela: Monte Ávila, 1985

- Genealogía de la moral, México: Tomo, 2014

- El nacimiento de la tragedia, Madrid: Biblioteca Nueva, 2007

- Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid: Tecnos, 2007

- La voluntad de poder, Madrid: EDAF, 2000

Bibliografía complementaria

Deleuze, Gilles, El Anti Edipo, Barcelona: Paidós, 1985

-Mil Mesetas, Valencia: Pre-textos, 2002

Heidegger, Martín, El ser y el tiempo, México: Fondo de Cultura Económica, 1993

Marx, Karl, El Capital. España: Siglo XXI, 2010

-La ideología alemana, Barcelona: Grijalbo, 1970

Rancière, Jacques, El desacuerdo, Buenos Aires: Nueva Visión, 1996

- Política, policía, democracia, Chile: LOM, 2006




[1] Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder, Madrid: EDAF, 2000, parágrafo 565


[2] Ibid., 566


[3] F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, Venezuela: Monte Ávila, 1985, parágrafo 109 (las cursivas son mías).


[4] Gilles Deleuze, El Anti Edipo, Barcelona: Paidós, 1985, p. 45


[5] Nietzsche, La voluntad de poder, 512


[6] Ibid., 566


[7] Ibid., 561


[8] Nietzsche, La Gaya Ciencia, 112


[9] Nietzsche, La voluntad de poder, 476


[10] Deleuze, op. cit., p. 48


[11] G. Deleuze, Mil Mesetas, Valencia: Pre-textos, 2002, p. 14


[12] Nietzsche, La voluntad de poder, 515


[13] Ibid., 511 (las cursivas son mías).


[14] Ídem. (las cursivas son mías).


[15] Ibid., 478 (las cursivas son mías)


[16] Ibid., 511


[17] Nietzsche, “De la superación de sí mismo” en Así hablaba Zaratustra, México: Leyenda, 2011, p. 83


[18] Jacques Derrida, “Firma, acontecimiento, contexto” en Márgenes de la Filosofía, Madrid: Cátedra, 2008, p. 371


[19] Nietzsche, La Gaya Ciencia, 110


[20] Nietzsche “La visión Dionisiaca del mundo” en El nacimiento de la tragedia, Madrid: Biblioteca Nueva, 2007, apartado 4 (las cursivas son mías).


[21] Nietzsche, La voluntad de poder, 515


[22] Ídem.


[23] Ibid., 480


[24] F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid: Tecnos, 2007, p. 25 (las cursivas son mías).


[25] Karl Marx, El Capital, España: Signo XXI, 2010, p. 87


[26] Ibid., p. 89 (las cursivas son mías).


[27] Ídem. (las cursivas son mías).


[28] K. Marx, La ideología alemana, Barcelona: Grijalbo, 1970, p. 30


[29] Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, pp. 28-29


[30] Nietzsche, La voluntad de poder, 510


[31] Nietzsche, La Gaya Ciencia, 246


[32] F. Nietzsche, Genealogía de la moral, México: Tomo, 2014, p. 99


[33] Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, pp. 21-22


[34] Nietzsche, La voluntad de poder, 476


[35] J. Derrida, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas” en La escritura y la diferencia, Barcelona: Anthropos, 1989, p. 385


[36] Jacques Rancière, El desacuerdo, Buenos Aires: Nueva visión, 1996, p. 41


[37] Ibid., p. 53


[38] Derrida, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas”, p. 400


[39] Ídem.


[40] J. Rancière, Política, policía, democracia, Chile: LOM, 2006, p. 73


[41] Ibid., p. 69 (las cursivas son mías).


[42] Derrida, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas”, p. 394


[43] Nietzsche, La voluntad de poder, 476


[44] Derrida, “Firma, acontecimiento, contexto”, p. 371


[45] Derrida, “Firma, acontecimiento, contexto”, p. 362


[46] Derrida, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas”, pp. 403-404


[47] Ibid., 1989, p. 404


[48] Ídem.


[49] Ibid., p. 383


[50] Ibid., p. 384


[51] Derrida, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas”, p. 384


[52] Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, p. 28


[53] Rancière, El desacuerdo, p. 112


[54] Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, p. 20


[55] Cf. Martín Heidegger, El ser y el tiempo, México: Fondo de Cultura Económica, 1993


[56] Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, pp. 21-22


[57] Nietzsche, La voluntad de poder, 477


[58] Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, p. 22


[59] Derrida, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas”, p. 385


[60] Ibid., pp. 400-401


[61] Rancière, El desacuerdo, p. 111


[62] Ibid., p. 114


[63] Ibid., p. 112


[64] Ibid., p. 111


[65] Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, p. 25


[66] Derrida, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas”, p. 404


[67] Derrida, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas”, p. 400


[68] Nietzsche, La Gaya Ciencia, 568


[69] Ídem. (las cursivas son mías).


[70] Nietzsche, La voluntad de poder, 562 (las cursivas son mías).


[71] Ibid., 568


[72] Nietzsche, “Ensayo de autocrítica” en El nacimiento de la tragedia, apartado 7


[73] Nietzsche, La Gaya Ciencia, 125


[74] Derrida, “Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas”, p. 405


[75] Ibid., p. 400


[76] Deleuze, El Anti Edipo, p. 47


[77] Nietzsche, La voluntad de poder, 187


[78] Nietzsche, La Gaya Ciencia, 343


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